¿Qué es Literatura de izquierda? Un manifiesto. En lo esencial, en lo sustancial, es más que nada, o antes que todo, un manifiesto. No es en sentido estricto un ensayo, más allá de lo que tiene de ensayo, porque descree expresamente del valor de la argumentación, porque desiste incluso del intento de persuadir a sus lectores o demostrar sus enunciados. No es en principio un texto de polémica, aunque resulte fuertemente polémico, porque no quiere ganar ninguna discusión, no cree que tenga sentido. Se ocupa, sí, del estado de cosas en la literatura argentina contemporánea, pero no es un trabajo de sociología de la literatura, no se aplica a un “estudio de campo” en un sentido convencional; considera obras y considera estéticas, sí, pero no se adentra en un análisis de textos, no es en rigor un libro de crítica literaria.
A continuación, un fragmento a modo de adelanto:
Capítulo I
Una frase de Paul de Man: “En lo que hace a la ficción, el trabajo de la traducción conlleva el sufrimiento de la lengua original”. ¿Pero qué ocurre cuando la ficción se escribe ya en otra lengua como traducción de la lengua original? ¿Cuándo la ficción se escribe en una lengua extranjera porque la lengua original no alcanza, no es suficiente? En ese caso, más que a un sufrimiento, la ficción somete a la lengua original a un estado de vacilación, de tartamudeo, de paradoja. A un exilio permanente, a la duda sobre la propia noción de original. En la Argentina esa experiencia lleva un nombre: Copi.
Es bastante sencillo encontrar toda clase de anécdotas en la biografía de Copi para entender su pasaje al francés: el desarraigo familiar, el relativo éxito que obtuvo como historietista desde la llegada a París. Pero poco importan las razones. Importan los efectos de esa decisión, los alcances de ese pasaje. En realidad, la clave reside en la ausencia de eso mismo que acabo de decir: en la ausencia de un pasaje. Copi empieza su ficción ya en francés. El uruguayo está escrito en esa lengua; no hay ningún pasaje de idioma (Copi no es Beckett yendo y viniendo del inglés al francés, ni Nabokov abandonando el ruso), lo que hay es simplemente un arranque en otra lengua, la marca de una lejanía sin retorno. Así comienza El uruguayo: “Querido maestro: sin duda le sorprenderá recibir noticias mías desde una ciudad tan lejana como Montevideo”. De entrada, en las primeras líneas de su primer texto de narrativa, Copi marca una distancia insalvable: está lejos. Está en otra ciudad. Escribe desde el extranjero, desde otra lengua.
Deleuze da una definición de literatura que no dejo nunca de citar: “el escritor inventa en la lengua una nueva lengua, una lengua extranjera” (ahora que Francia ya no ejerce ninguna influencia sobre nosotros quizás sea el momento de citar nuevamente a los franceses; recién ahora se ha vuelto realmente snob citar a un ensayista francés). La literatura sería la invención de una lengua dentro de la lengua. El asunto de la literatura no reside entonces en narrar ajustadamente, crear personajes identificables, armar tramas eficientes, resolver finales, atrapar al lector, descifrar un enigma. El asunto de la literatura es vérselas con el lenguaje. Perforarlo. Luego Deleuze avanza con la idea de que la literatura hace delirar al idioma, lo hace tartamudear, lo saca de cauce. Pero lo que hace Copi va todavía mucho más allá: no inventa una lengua dentro de la lengua, inventa una lengua desde otra lengua. Inventa una lengua —el idioma argentino de Copi— desde la distancia, desde afuera, desde otra lengua, desde su francés. Para Copi, perforar la lengua implica encontrar ese pasaje hacia la exterioridad, hacia la exterioridad como experiencia literaria.
Este es el momento en que la sociología no basta, es incompetente, insensible. No alcanza con definir esa experiencia según una topografía del campo literario (el margen), por su lugar en la escala social (subalterna), por su aparición en el calendario (nueva), ni por el riesgo social que conlleva (subversiva). Para acceder al tipo de experiencia que propone Copi es necesario construir una teoría del lenguaje. Del lenguaje como mito argentino.
Sabrán disculparme, pero quiero usar la palabra mito en su acepción cotidiana, en su uso corriente: mito como engaño. ¿Cuáles son los mitos que construye Copi? Dos: la exterioridad y la Argentina. Cada mito reenvía al otro, cada una de esas posiciones funciona por sustracción y contraste: la exterioridad implica la suma de la literatura de Copi menos la Argentina y, al mismo tiempo, reenvía necesariamente a ella. La Argentina supone su literatura sin la exterioridad y, a la vez, la presupone. No es que ambos mitos sean intercambiables (al contrario: es muy claro cuando Copi se apoya en uno o en otro), sino que funcionan como una especie de doppelgänger, de doble fantasma, de gemelos siameses: una cabeza, dos cuerpos.
Ya que mencioné a los fantasmas, es hora de invocar al gran fantasma de la literatura nacional, que obviamente anda merodeando estas ideas: Borges. Daría la impresión que lo que vengo diciendo sobre Copi no sería más que una versión -más o menos esquemática- sobre el tema del escritor argentino y la tradición. Copi: el escritor que se tomó tan en serio la idea borgeana de que nuestra tradición es la tradición occidental, que directamente pasó al francés. El escritor que se apropió hasta del idioma de la literatura universal. Pero no, ese no es Copi (ese es Bianciotti, pobre…).
Un rápido comentario sobre ¡La pirámide!, su mejor obra de teatro, debería permitirme aclarar un poco este embrollo. En la obra, una rata argentina se encuentra atrapada en una pirámide Inca, en medio de una serie increíble de conspiraciones entre una reina ciega, la princesa, un jesuita, una vaca, un vendedor de agua, y el pueblo amenazante y hambriento. En medio de una miseria aterradora —se comen desde los anteojos hasta un Cadillac—, la rata es el objeto de disputa alimenticia de los anfitriones. El único deseo de la rata es volver a Buenos Aires, para eso intenta defenderse declarándose poeta, buscando toda clase de alianzas, pero fracasa. La rata muere, mientras que la reina, la princesa y el jesuita emprenden viaje a Buenos Aires montados en la vaca. La obra termina con el fantasma de la rata trabajando como guía para turistas que desean conocer la vieja leyenda de la pirámide, y diciendo un corto monólogo. Esta es su parte final: “Solo sus sombras recorren a veces esta pirámide. Pero son solo sombras. Yo fui bibliotecario antes de ser guardián de museo, y gracias a mi educación, tengo una sensibilidad especial que me ayuda a soportar mi desasosiego frente a la monotonía de mi existencia. Entre dos vueltas turísticas alrededor de la pirámide, imagino la vida de los que la habitaron antaño. Me siento así el propietario de un pasado que, de otro modo, no me diría gran cosa. Pero es hora de cerrar. Voy a acostarme”.
¡La pirámide! es la historia de alguien que quiere volver y no puede. La historia de una imposibilidad. ¿De dónde quiere volver? De ese lugar “tan lejano” fundado en El uruguayo. Lo que va de El uruguayo a ¡La pirámide! es el recorrido entre una distancia inaugural, una lejanía inalcanzable, y el retorno fallido, igualmente inalcanzable. Sigo con Borges: si Copi juega con pertenecer a la tradición occidental no es por el cambio de lengua, sino a causa de la estrategia narrativa de la distancia, de la lejanía, de la exterioridad, de ese afuera radical. ¿Pero qué ocurre? Copi, el exitoso en Francia, el que toma con irreverencia la tradición europea, el mimado por las mentes de vanguardia (las de allá y las de acá), el que se fue; de golpe escribe una obra sobre el regreso, escribe sobre la necesidad de volver de la exterioridad, y sobre la imposibilidad de ese retorno. Todo ocurre como si Copi hubiera seguido el mandato de Borges y un día hubiese dicho: “ya lo hice, ya estoy en la cultura universal, ahora quiero volver”.
Mucho se ha escrito —yo mismo lo hice— sobre ciertas literaturas como máquinas de guerra antiborgeanas: Puig, Osvaldo Lamborghini, Nestor Sánchez, tal vez Saer y Fogwill (pero no Aira que, para decirlo en términos bien locales, tiene un conflicto no resuelto con Borges). Mucho también se escribió sobre la influencia de esas literaturas entre varios de los más interesantes escritores nacidos en los años ‘50 y solo unos pocos de los nacidos en los ‘60 (la generación de Babel, y la siguiente). Muchas veces también se incluyó a Copi en esa serie. Pues no. La literatura de Copi no es anti-borgeana, es una literatura posborgeana. A diferencia de Lamborghini, Sánchez, Fogwill o Saer, la literatura de Copi no carga contra la de Borges, sino que simplemente (como si fuera simple) se sitúa en un después, en otro territorio, como si conociera el final de la historia: la rata no puede volver y se queda con su vida monótona.
El mito, entonces. Si algo viene a decirnos ¡La pirámide! es que la cultura occidental es un mito, un engaño, una monotonía. Borges leído a través de Copi: un escritor kitsch. Porque la cultura universal así descripta es kitsch, remanida, carente de novedad, un museo (la pirámide termina convertida en museo, etc.).
El mito, de nuevo. Si algo más viene a decirnos ¡La pirámide! es que una vez instalados en la cultura occidental no hay retorno posible, que la vuelta lleva siempre al fracaso, que el regreso es un mito, que el lugar al que se vuelve —la tradición argentina— ya no existe (en caso de que alguna vez hubiera existido) y por lo tanto su existencia no es auténtica, es falsa, kitsch.
Los mitos, juntos: la exterioridad y la Argentina. La literatura de Copi es la escritura de la exterioridad y de la Argentina como imposibilidades. Copi: el gran escritor pesimista de la literatura argentina. ¿Pero qué es imposible: la literatura, la exterioridad, o la Argentina?
II.
Una frase de Lyotard: “No puedo encender el fuego, no conozco la plegaria, ya no sé cómo encontrar el sitio en el bosque, ya ni siquiera sé contar la historia. Lo único que sé hacer es contar que ya no sé relatar esa historia. Y eso debería ser suficiente”. Y luego agrega: “Que Celan ‘después’ de Kafka, Joyce ‘después’ de Proust, Nono ‘después’ de Mahler, Rothko y Newman ‘después’ de Matisse, que los segundos, incapaces de ser los primeros, pero capaces por su incapacidad misma, que aquellos sean y hayan sido suficiente para dar testimonio negativo de que la plegaria es imposible y también la historia de la plegaria, y que sigue siendo posible el testimonio de esa imposibilidad”. ¿A qué refieren “testimonio negativo”, “testimonio de esa imposibilidad”? A la noción de crisis.
Crisis económica, crisis política, crisis de lazo social; todo ocurre en los medios —y seguramente también en el imaginario social—, como si la crisis hubiera llegado de repente —la crisis como terremoto—, sin aviso, de incógnito, como una visita inoportuna. Quizás esta situación se explique por la extraña suposición de que la sociedad, la economía, el lazo social tienden a la estabilidad, a la previsibilidad, a la duración. Nadie espera que la sociedad viva en crisis permanente. Pues bien: la literatura lo hace. La literatura y el arte viven en crisis permanente. Hacen de la crisis —del riesgo de extinción— su razón de ser. El arte y la literatura expanden la crisis más allá de sus fronteras, ponen al lenguaje a prueba, politizan zonas del discurso que, a priori, parecen no políticas o políticamente neutras. Hacen del fracaso su pasatiempo favorito.
Lo que define a la literatura de izquierda es que sabe que puede fracasar.
En La nueva pobreza en la Argentina, el sociólogo Gabriel Kessler propone a la metáfora de la caída como el nudo central con el que los nuevos pobres definen su situación. “Vamos cayendo”, dicen, y el primer efecto de la caída es material, tangible. Escribe Kessler: “En los nuevos pobres provenientes de los sectores más bajos se detecta, en el comienzo inadvertido de la caída, inversiones en arreglos de la casa que quedaron a medio hacer, televisores, heladeras, y otras cosas compradas en cuotas que no llegaron a pagarse”. La caída adquiere varias formas, pero hay una más terrible que todas: el derrumbe. El derrumbe se caracteriza por “la imposibilidad de saber lo que les ha sucedido”. Las cosas a medio terminar, mal hechas, la caída, el derrumbe; todos conceptos que instaura la literatura de izquierda.
Esa literatura se asume en esa precariedad, en esa falta de terminación, ese mal hecho; viene con el polvillo y la mugre incorporados, no conoce la politesse, detesta la seducción; su modelo epistemológico es el Pac-Man, corroe por donde pasa, no sirve para ganar amigos; piensa, como Paul Valery, que lo más profundo es la piel. A diferencia del orden social que pretende que las cosas anden bien, que la casa se termine, que el televisor funcione, que la eficiencia reine; la literatura de izquierda está siempre a punto de dar el mal paso, a punto de caer; y cuando lo logra, cuando cae, lo hace de manera estrepitosa, con gracia, garbo e ironía; hace de ese exceso su plus de energía, su desatino vital.
Gran parte de la literatura argentina contemporánea no conoce el fracaso porque no conoce el riesgo. En la última década, los mismos valores que deseó la sociedad, también los deseó la literatura argentina: el éxito, el ascenso, los buenos modales, la eficiencia, el efecto de corta duración, la posibilidad de que el lenguaje cumpla una función comunicativa. La literatura propuso una relación complaciente con el lenguaje, la primacía de la trama (como si hubiera temas más interesantes que otros), la búsqueda de novelas bien escritas (lo mismo que buscan los alumnos cuando escriben monografías), una visión burocrática del cuento (introducción-desarrollo-conclusión). La literatura argentina se volvió literatura de la convertibilidad: una palabra igual a un sentido.
Salvo en situaciones revolucionarias, siempre es decepcionante cuando la literatura encarna los mismos sueños que la sociedad. Mucho más cuando esa sociedad es la argentina, de sueños tan cambiantes. Para dar un ejemplo cuantitativo: un millón de personas fueron a recibir a Perón en el ‘73, un millón fueron a la marcha de la CGT contra Galtieri en el ‘82, unos días después un millón fueron a apoyar la Guerra de las Malvinas; un millón fueron en el ‘83 al cierre de campaña de Alfonsín y también un millón al acto de Luder; más tarde un millón fueron a ver a Ricky Martin en la 9 de Julio, y por la misma época un millón fueron a escuchar a Soda Stereo también en la 9 de Julio. Pues bien: yo estoy absolutamente convencido de que es el mismo millón de personas.
Se piden nombres, claro. ¿Es posible señalar algunos libros que hacen del riesgo del fracaso su arte? Textos que llevan tan lejos su fracaso, su estrepitosa caída, que al hacerlo triunfan. ¿No estaré usando a esos libros demasiado a favor de mi prosa? ¿No se sentirán ofendidos sus autores? ¿No tendrán la rápida necesidad de despegarse de mí? En todo caso: los textos que se mencionan a continuación no deben tomarse como ejemplos. La relación entre el ejemplo y la teoría es siempre desdichada. Cuando el ejemplo es demasiado bueno, no ilumina la teoría sino que la opaca. Cuando el ejemplo es mediocre, la teoría lo arrasa. Habría que escribir teorías sin ejemplos o ejemplos sin teorías. O —quizás este sea el caso— hacer que el ejemplo y la teoría no encajen, se desacoplen, se revele uno contra el otro. Por lo tanto no hay aquí una teoría previa que luego baja a la empiria para verificarse, tan solo hay un archipiélago donde están los puentes pero faltan las islas.
Entonces una pequeña lista, una lista incompleta, entendida no como un mero agrupamiento casual, sino como un programa de lectura, como la intuición de que allí se encuentra algo así como la condición material para un discurso fuerte sobre la literatura argentina contemporánea, o sobre la relación entre literatura y crisis, lo que viene a ser lo mismo. Ese work in progress debería leer bien pegado al texto algunas novelas de Daniel Guebel, como El terrorista y El perseguido, y también novelas como El amor enfermo de Gustavo Nielsen, Santo de Juan Becerra, Versiones del Niágara de Guillermo Piro, Cinco y El llamado de la especie de Sergio Chejfec, ¡Nítida esa euforia! de Marcelo Eckhardt, En esa época de Sergio Bizzio, Los cautivos de Martín Kohan, cuentos como “El resorte de novia” de Sebastián Bianchi, o incluso poemas como “La ruptura” de Ezequiel Alemian, o los de 40 watt de Oscar Taborda. Es decir: textos diversos y muchas veces contradictorios, pero escritos todos en el espacio del riesgo del fracaso, como desafío a esa imposibilidad. Ese espacio no remite a una semejanza de estilo (hay un mundo entre la velocidad de Guebel y Bizzio y la lentitud de Chejfec y Kohan, o entre el rigor de Taborda y la arbitrariedad de Eckhardt y Alemian) sino a la posibilidad de llevar a cabo una literatura que no de a creer. Se leen esos textos y la pregunta que surge es: ¿Y entonces? ¿Cuál es el sentido de estas novelas, de esos cuentos, de estos poemas? Una pista: son literaturas que no buscan dar sentido, pero que tampoco invitan al non-sense; sino que pretenden ir más allá: con algo de soberbia, sueñan con poner el sentido en suspenso; sueñan no con dar, tampoco con quitar; sino con suspender, con congelar. Marcan, pero no dejan huella.
Vuelvo a la literatura de izquierda. Hay que reconocerlo: es una idea problemática, difícil de definir. Sucede que la dificultad y el malestar son su piedra de toque. También la fragilidad. Lo propio de la literatura de izquierda es la vulnerabilidad. Es una literatura inacabada, como si se afirmara en un barco que hace agua. Cualquier argumento más o menos razonable podría rebatir sus hipótesis sin demasiado esfuerzo. Sucede que la literatura de izquierda desconfía de los argumentos razonables. Si la literatura de izquierda experimenta en un barco a medias a flote, los argumentos razonables son su salvavidas de plomo. La fragilidad no es entonces su esencia, sino su estrategia.
Quiero decir: la literatura de izquierda no remite a la literatura hecha por escritores de izquierda, que pasaron por la izquierda, o que aún dicen ser de izquierda. Buena parte de la literatura hecha por escritores de izquierda es, en términos literarios, conservadora, reductora, simplista. De izquierda no tienen ni siquiera su relación con el mercado. Desde el boom para acá, la inmensa mayoría de los escritores de izquierda adoptan las posiciones más meritocráticas, menos cuestionadoras del orden establecido. Al igual que los escritores conservadores, los de izquierda se vinculan con el mercado de la misma manera que con los textos: de manera normativa, convencional, llenos de golpes bajos. En cambio, para la literatura de izquierda la situación es la inversa. Se relaciona con el mercado y con el texto de una sola manera: de manera antijerárquica.
Retomo la pregunta que dejó pendiente Copi. No es que la escritura sea imposible, sino que el objeto de la literatura de izquierda es la imposibilidad. Es la narración de ese imposible. Ese imposible funciona como una promesa, como un merodeo constante, como una demora. Copi: una demora a 100 kilómetros por hora. Cito la descripción que da Kessler del derrumbe: “la imposibilidad de saber lo que les ha sucedido”. He aquí una buena caracterización para la literatura de izquierda. Cuando esta literatura ocurre, cuando se lleva a cabo, es imposible saber qué ha sucedido (los saberes se disuelven), se instala la confusión (no hay parámetros), se borra el sentido (se pone el sentido entre paréntesis). Si hay algo que se opone a la literatura de izquierda es la argumentación.
Puesto en cuestión el sentido, aparece la pregunta por la creencia. ¿Se puede creer todavía en la literatura? Por cierto, “¿se puede creer?” parece ser la pregunta de estos días: ¿En qué cree la sociedad? ¿Puede una sociedad funcionar bajo el doble vínculo de creer en no creer en nada? Por lo tanto la pregunta merece ser reformulada: ¿Todavía da a creer la literatura? Hay un libro extraordinario llamado Lo que nos mira, lo que nos ve, de Georges Didi-Huberman, dedicado a artistas abstractos como Tony Smith, Robert Morris o Donald Judd. En un momento del ensayo, Didi-Huberman describe con precisión el proyecto de estos artistas: “Querían inventar formas que pudiesen renunciar a las imágenes y que obstaculizaran todo proceso de creencia frente al objeto”. Obstaculizar la creencia, una meta de la literatura de izquierda. Es decir: la posibilidad de creer bajo el modo de la abstracción.
La abstracción no funciona por sustracción, por eliminación (de lo real). Al contrario, la abstracción se produce como un exceso, una sobrecarga, una imposición (de lo real). El exceso de lo real: el estado de imposibilidad de saber del que habla Kessler. Cuando la sociedad llega a ese estado se derrumba, se vuelve abstracta. También la literatura. Ambas —literatura y sociedad— fracasan. Pero para la literatura de izquierda ese fracaso es su triunfo, su oportunidad de persistir: el instante en que da testimonio de esa imposibilidad. Aquí el texto vuelve necesariamente a la pregunta del comienzo: Entonces, ¿qué es imposible: la literatura, la exterioridad, o la Argentina?