jueves 28 de marzo de 2024
Cursos de periodismo

«Pasiones terrenas», de Maximiliano Crespi

Karl Marx solía decir que la filosofía y la historia, el pensamiento y la vida en común eran sus pasiones terrenas. Cómo en su caso, en la trama íntima de afectos, amores y desengaños de Lenin, Rosa Luxemburg, Walter Benjamin, Antonio Gramsci, Louis Althusser y André Gorz es posible rastrear y analizar sus ideas y acciones.

Pasiones terrenas echa luz al corazón de estos pensadores esenciales y de ese prisma surgen, como rayos, lecturas inesperadas. Entregados al sueño persistente de la Revolución, esos espíritus encuentran en Maximiliano Crespi un demiurgo atento al pulso romántico y sexual, dulce y violento que los animaba.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

 

Karl Marx

Si el matrimonio fundado en el amor es el único moral, sólo puede ser moral el matrimonio donde el amor persiste.

Karl Marx

En ciudad de México, en una abarrotada librería de viejo de la calle Donceles, un lector devoto de Paul Nizan que no dejaba de mirarme las manos me contó como al pasar que, durante un tiempo, se había dado por sentado que Karl Marx se comía las uñas. La creencia se apoyaba en una referencia empírica. En muchas de sus cartas y manuscritos recobrados se podía ver, bajo la línea de la escritura, una suerte de sombra entre ocre y rojiza: el rastro sucio de lo que alguna vez había sido sangre. De ahí que sus primeros biógrafos llegaran incluso a afirmar que la tendencia onicofágica del filósofo tenía el carácter de severa, al reconocer no sólo que se mordía las uñas sino que lo hacía incluso hasta lastimarse. La ausencia de testimonios que acreditaran el hecho hizo que la anécdota quedara marginada de sus biografías. Y a nadie llamó la atención que esa sombra persistiera en ciertos documentos personales, como la carta que Marx envía a su esposa Jenny el 21 de junio de 1856, en las vísperas de su decimotercer aniversario de casados, donde se lee: «Sueño que estás ante mí, inmensa y frágil como la vida. Te alzo en brazos y te beso la frente y los pies. Luego, como en un teatro donde soy a la vez actor y espectador, caigo de rodillas delante tuyo gritando: “Señora, ¡te amo!”. Aun en medio del sueño sé que te amo, con un amor mayor que el que jamás sintió el Moro de Venecia… Entonces temo: ¿Qué no darían mis muchos calumniadores y enemigos de lengua viperina por reprocharme el egoísmo que destila el verme representar el papel de protagonista romántico en un teatro de segunda? Si esos bribones tuvieran más de dos dedos de frente, no dudarían un segundo en poner mis notas sobre “las relaciones sociales de producción” a un lado, y al otro, a mí rendido a tus pies. Debajo les bastaría con escribir: “Miren este cuadro, y luego vean este otro”». Ansiedad, inseguridad, vacilación, angustia; en diversos grados cada uno de estos signos de la neurosis se presentan en esa última frase que, en clara alusión al final del tercer acto de Hamlet, pone en evidencia, con una gesticulación un poco grotesca, una tensión efectiva entre esas dos «pasiones terrenas»: un desajuste práctico entre la gravedad y exigencia ética del proyecto intelectual y la intensidad del vínculo sentimental que reconoce y asume en esa carta.

Marx había conocido a Johanna Bertha Julie «Jenny» von Westphalen en Tréveris, en los años de su juventud y había quedado definitivamente cautivado por ella. La figura extraordinaria de Jenny representaba para el joven filósofo una suerte de trofeo e incluso mucho tiempo después, en un viaje a esa ciudad, le confiesa sin tapujos esa sensación de orgullo conquistador: «En todas partes y a todas horas —escribe— me preguntan por la que fue “la niña más linda de Tréveris” y “la bella reina del baile”. Ciertamente, es muy agradable para un hombre saber que su mujer es tenida como “una princesa encantada” en la imaginación de toda una ciudad». Eso no era nuevo para ella. Hija de una familia de la clase dirigente prusiana, a los 22 años estaba acostumbrada a recibir ese tipo de elogios. Jenny era una joven bella, inteligente y de ideas liberales, hija menor del barón Ludwig von Westphalen —como dice el biógrafo británico Francis Wheen, «un ejemplar casi perfecto del conservador liberal de buenas intenciones, afligido por las privaciones de los pobres, pero complacido por las comodidades de la riqueza»— y encontraba irresistible tanto el hecho de ser cortejada por un insolente burgués judío cuatro años menor que ella como por la arrogancia intelectual con que ya se reconocía al joven Marx. Luego de casi un lustro de relación secreta, Marx y Jenny formalizaron su compromiso y se casaron el 19 de junio de 1843. Marx tenía 25 años, ya era Doctor en Filosofía, pero no tenía trabajo ni herencias que reclamar. Jenny, “de profesión, sus labores”, tenía 29 y a causa de su caprichoso casamiento sus relaciones familiares empezaban a resquebrajarse.

A la breve ceremonia nupcial realizada en Kreuznach no asistieron familiares de Marx. De parte de Jenny, sólo estuvieron presentes su madre y un hermano menor. El regalo de bodas de parte de los Westphalen fue, según el relato de sus biógrafos, una colección de joyas y una bandeja de plata de sus antepasados escoceses y una caja de dinero que, una semana después, durante el viaje de luna de miel por el Rin, Karl y Jenny fueron regalando a los indigentes que encontraron en el camino. En los meses siguientes, las joyas, la bandeja de plata escocesa y las alianzas matrimoniales fueron a parar a casas de empeño mientras Marx empezaba a realizar sus primeros ensayos de análisis periodístico en Deutsch-Französische Jahrbücher. A los seis meses, con Jenny embarazada de su primera hija, iniciaron un caótico deambular por varias ciudades europeas en busca de un lugar donde Marx pudiera establecerse para trabajar y sostener a su familia.

A comienzos de mayo del año 1849, tras haber sido expulsado de Bruselas, Colonia y París, arribaron a Londres para una estancia que en principio habían considerado temporal. Con poco más de 30 años de edad y su joven esposa esperando dar a luz a su cuarto hijo, Marx había llegado a esa ciudad activa y en permanente transformación (donde el capitalismo materializaba una grieta económica insalvable entre las clases sociales) arrastrado tanto por una obsesión intelectual (notable en los manuscritos económico-filosóficos de 1844, los Cuadernos de París) como por una obstinación militante (de la cual dan cuenta tanto sus artículos periodísticos como el propio Manifiesto del Partido Comunista, publicado en Londres en febrero de 1848). Pero, repartidos entre las actividades de organización revolucionaria y el monumental proyecto de comprensión de la compleja arquitectura política del modo de producción capitalista, sus primeros años en la capital del Reino Unido no fueron para nada sencillos.

Al comienzo, los Marx se mudaron dos veces, siempre a residencias austeras. Primero al número 64 y luego, por un período de casi seis años, al 28 de Dean Street, en el Soho Quarter. En ese emergente barrio londinense funcionaba, desde comienzos de 1840, la Sociedad Educativa de Trabajadores Alemanes en Great Windmill Street. Cerca de Piccadilly Circus, donde Karl Schapper organizaba y ayudaba a los emigrantes germanos y donde hasta 1847 se reunía en secreto la Liga de los Justos y luego, hasta 1850, la famosa Liga de los Comunistas. Durante esos primeros años, su principal fuente de manutención fue la renta que su devoto amigo y camarada Friedrich Engels le derivaba del floreciente negocio de sus padres (un matrimonio de prósperos industriales textiles renanos). Pero el dinero nunca era suficiente. La penuria los cercaba. Según el informe de un espía de la Policía Secreta de Prusia redactado en 1852, los Marx vivían «en una de las casas más baratas, y en consecuencia también más miserables de Londres». La vivienda —continúa el informe— «consta de sólo dos habitaciones: el salón tiene vista a la calle, mientras el dormitorio da a la parte trasera. En todo el piso no puede encontrarse el menor rastro de mueble limpio y bueno; todo está gastado, roto y deshecho. Por doquier se acumula polvo y reina el máximo desorden. En el centro del salón se encuentra una enorme mesa, como la de nuestros abuelos, cubierta con un mantel de hule. Sobre él se encuentran sus manuscritos, libros, diarios, así como los juguetes de sus niños, los trapos de costura de su esposa, luego algunas tazas de té con los bordes desportillados, cucharas, tenedores y cuchillos sucios, lámparas, tinteros, vasos, pipas de barro holandesas, cenizas de tabaco; en resumidas cuentas: toda esta diversidad de objetos bien mezclada y en una sola mesa. Cuando se penetra en el domicilio de Marx, los ojos se le nublan a uno de tal forma por el humo del tabaco y la antracita, que en los primeros momentos se ve obligado a caminar a tientas, como si se entrara en una cueva, hasta que la vista se va acostumbrando paulatinamente a la oscuridad y va adivinando los objetos a través de la neblina… Siempre reciben al visitante con la máxima amabilidad, ofreciendo con cariño pipa, tabaco y lo que haya. Una ingeniosa y agradable conversación suple todos los defectos hogareños y hace soportables todas esas molestias. De esta forma uno se reconcilia con las citadas personas, encuentra interesante su círculo, incluso original. Esta es la imagen fiel de la vida familiar en el barrio del Soho del jefe comunista Karl Marx».

Por encima de los simpáticos atenuantes morales del relato policial, la pobreza se imponía sobre la originalidad, y la familia Marx sufría en carne propia sus consecuencias. A su llegada a Londres, Marx y su esposa Jenny tenían cuatro de sus seis hijos. Pero para 1855 habrían perdido ya a tres (los dos únicos varones Henry Edward Guy Marx y Edgar Marx y la pequeña Franziska), fallecidos prematuramente por bronquitis y tuberculosis, vinculadas a sus penosas condiciones de existencia. Es por ello que, embarazada y con uno de sus hijos prácticamente agonizando, en agosto de 1850, Jenny emprendió un viaje a Holanda para solicitar a Leon Phillips —un próspero comerciante tío de Marx que abiertamente deploraba el ideario político de su sobrino— una ayuda económica.

Mientras su esposa trataba inútilmente de convencer a sus parientes de que les facilitaran un préstamo, Marx inició una relación sexual con su criada Helene Demuth, una joven campesina, proveniente de la casa von Westphalen, a quien Jenny conocía de antes de casarse y que había sido enviada al hogar de los Marx por la madre de Jenny, a manera de «obsequio del primer aniversario de bodas». Según cuenta Louise Freyberger, amiga de Helene y ama de llaves de Engels, en una carta, la relación entre Marx y Helene se prolongó incluso «más de lo tolerable», «ofendiendo a las buenas costumbres». Nimmy, como la llamaba íntimamente la familia, tenía 30 años, ojos azules y, según varios de los biógrafos de Marx, una figura voluptuosa «de matrona en flor», irresistible a los deseos de Marx. Según narra Ruiz Franco, autor de El bastardo de Marx, como Karl «era bastante vigoroso, con un fervor sexual bastante marcado» y su esposa sólo «le complacía en la medida de sus posibilidades», Jenny y Helene compartieron en riguroso silencio la casa, la familia y la demanda sensual del filósofo de Trévis, a quien ambas mujeres llamaban Mohr (Moro, por la tez mate de su piel) o Riesen- Wildschwein (Jabalí Negro, por la textura y la tonalidad de su rostro hirsuto).

Además de un lugar de autoridad en la pequeña estructura familiar, Helene se fue ganando el amor incondicional de las hijas de Marx y sobre ella fueron recayendo gradualmente todas las tareas caseras y las cuestiones referentes a la economía doméstica. Ocupaba un lugar de consejera al interior de la familia hasta para la propia Jenny, que la consideraba su mejor y más entrañable amiga. Pese a su pobre instrucción, se mostraba siempre prudente y criteriosa. Hablaba inglés, francés y un refinado alemán, su lengua materna. Pero también destacaba por su inteligencia, a tal punto que las propias hijas de Marx cuentan cómo Helene lo derrotaba, casi sin esforzarse, en sus partidas de ajedrez.

Pero a comienzos de 1851, cuando Jenny estaba esperando dar a luz a Franziska, el embarazo de Helene se hizo inocultable. Según confirma Terrell Carver, docente e investigador en teoría política en la Universidad de Bristol, el hijo ilegítimo de Marx nació el 23 de junio de ese mismo año, cuando la pequeña Fran —que fallecería antes del año de vida— cumplía tres meses. Para salvar su imagen y la de su familia, Marx viajó a Manchester y le pidió a Engels —cuya fama de juerguista era ya irremontable— que lo reconociera como propio. Según apunta Francis Wheen, el excéntrico hijo de empresarios textiles de Manchester apoyaba los movimientos revolucionarios, pero al mismo tiempo vivía al estilo “excesivo, sensual y libertino” de la aristocracia inglesa. Era socio de los clubes más exclusivos, contaba con numerosas propiedades donde hospedaba a sus amantes y pasaba sus ratos libres dedicados a la caza de zorros y a la degustación de vinos. Pero lo que más se le censuraba públicamente era su escandalosa vida sexual. Sus numerosos e impúdicos amoríos eran conocidos tanto por Jenny, quien le criticaba haber cruzado cierto límite de perversión al compartir durante años el lecho con las hermanas Mary y Lizzie Burns, como por la propia Helene quien, según el relato de Eleanor, la hija menor de Karl, no se privaba de ironizar sobre el tenor de los sentimientos que lo unían al propio Marx. Para evitar el desmoronamiento moral de su “amado amigo”, Engels accedió a hacerse cargo de Freddy y a incrementar su envío de dinero con la condición de que Marx volviera a concentrarse en sus trabajos sobre el modo de producción capitalista y el poder fantasmático de los objetos en propiedad.

Sin embargo, Engels no reconoció oficialmente al hijo de Helene y ella se vio obligada a inscribir a Freddy en el registro civil de St. Anne’s de Westminster con su propio apellido. Henry Frederick Demuth fue dado en adopción, cinco meses después de su nacimiento, a una familia de obreros londinenses de apellido Lewis. De ahí en más, el apodo de Helene pasó de Nimmy (en slang londinense: “alguien inusualmente irritable que no se da cuenta de lo tonto que está siendo”) a Lenchen (un diminutivo de su nombre en alemán) y el de Jenny quedó cerrado sencillamente en Móhme (diminutivo de madre). Eso no significó en modo alguno una ruptura o un distanciamiento entre Marx y Helene. Al contrario: su relación se hizo más íntima y más sólida, aun cuando sus encuentros sexuales fueron más esporádicos y furtivos. Desde su asentamiento en Londres hasta esa fecha, Marx no había redactado más que artículos sueltos y eventuales notas periodísticas como corresponsal para el New York Tribune. Y entre diciembre de 1851 y marzo de 1852, escribió solamente El 18 brumario de Luis Bonaparte, el extraño estudio sobre la Revolución francesa de 1848, donde la tragedia y la farsa iluminan la certeza de que la única revolución real es la que es capaz de producir lo nuevo sobre la base de un proceso que permita a los hombres tomar conciencia de su condición.

La juventud no le impidió comprender que era el momento de jugar sus mejores cartas: la pobreza, la persecución y la censura política no podían ganar la partida. Por eso hizo de la promesa a su amigo el pretexto de un cambio rotundo. Su trabajo adquirió entonces un sentido nuevo y definitivo. A partir de allí se abriría la etapa de transformación radical que daría lugar al período que los más conocidos historiadores de las ideas definen como su “obra de madurez”, donde el pensamiento marxiano se enrola en un paradigma más científico y más rigurosamente empírico.

En Londres, el activismo de Marx había sido incesante. Había fundado la nueva sede de la Liga de los Comunistas y había empezado a trabajar a diario en la Sociedad Londinense de Instrucción de los Obreros Alemanes, en unos oscuros galpones de la calle Great-Windmill, zona que por las noches se convertía en territorio liberado para el juego clandestino y la prostitución. En 1864 empezó a involucrarse en la Asociación Internacional de Trabajadores (más adelante conocida como Primera Internacional) y ese mismo año se convirtió en el líder de su Consejo General. Luego de confusas y constantes pujas con el sector anarquista de ascendencia bakuniniana, los acontecimientos posteriores a la Comuna de París de 1871 se impusieron con la violencia de lo real. Los dos meses en que los parisinos se rebelaron contra el gobierno y mantuvieron en vilo el orden precedente de la ciudad, se resolvieron con una represión sangrienta y, en respuesta a esos sucesos, Marx escribió y publicó de inmediato La guerra civil en Francia (1891), uno de sus más famosos panfletos en defensa de aquella insurrección. Pero, según testimonian muchas de sus cartas con Engels, eran justamente esos reiterados ejemplos de frustración de la revuelta popular los que le confirmaban a Marx la importancia y la necesidad estratégica de comprender cabalmente la lógica de acción y producción social del capitalismo.

Con esa decisión reorganizó su cronograma de trabajo. Todos los días se levantaba muy temprano y, desde su casa en la calle Dean, en el Soho Quarter, caminaba unas cuadras hasta el British Museum en el barrio de Bloomsbury, en cuya sala de lectura se recluía quince horas diarias para estudiar la obra de los economistas políticos liberales con el objeto de sostener sus hallazgos y conjeturas sobre datos económicos precisos. Trabajaba con obstinación acumulativa y rigor metódico, cotejando períodos e índices de desarrollo, identificando variables y estableciendo patrones de equivalencia. Así escribió el primer borrador de lo que luego sería la extraordinaria Sección Primera del Tomo I de El Capital. Para mediados de 1857, había acumulado más de ochocientas páginas de notas y ensayos cortos sobre temas específicos como el capital, la propiedad de la tierra, el trabajo asalariado, el Estado, el comercio exterior y el mercado mundial. Ese conjunto de textos, que el propio Marx consideraba «de preparación previa a la escritura real» y que permanecería inédito hasta 1941 (cuando al fin se lo publica bajo el descriptivo título de Grundrisse), constituye actualmente un documento inestimable para la comprensión plena de las zonas de su pensamiento no desarrolladas o marginadas en función de sus prioridades filosóficas.

Su exigencia era tal que en sus cartas por momentos se muestra inseguro de dar a conocer «las primeras conclusiones parciales» de esos años de estudio en su Contribución a la crítica de la economía política (1859), el libro que contiene el boceto fundamental de su obra económica posterior. Al año siguiente, escribió y publicó Herr Vogt (1860), un virulento ensayo dedicado a la desarticulación de las ideas del científico natural alemán Carl Vogt, autor del bonapartista Studien zur gegenwärtigen Lage Europas (1859). A partir de 1860, Marx dedicó los cinco años que siguieron fundamentalmente a la escritura de tres grandes volúmenes. El primero de ellos fue Teoría de la plusvalía (hoy reconocido como el cuarto libro de El Capital), donde examinó puntillosamente las contribuciones de teóricos de la economía política como David Ricardo y Adam Smith. En los primeros meses de 1864, escribió Salario, precio y ganancia y, a comienzos de 1867, viajó a Hannover, donde en casa de su amigo médico Ludwig Kugelmann corrige las galeradas de El Capital, el monumental tratado aparecido ese mismo año.

En el lapso de esa década, Marx cambió el rumbo de sus reflexiones marcadas por un objetivo preciso, definido por las necesidades históricas. Produjo de ese modo el análisis más profundo, complejo y luminoso del proceso de producción capitalista que existe hasta el presente. Y ya en la década posterior, se sumergió sin escatimar energías en su desarrollo minucioso y estricto. En los manuscritos que constituyen sus notas y avances sobre los volúmenes II y III de El Capital (a los que se dedicó hasta sus últimos días), diagramó su teoría del valor-trabajo, describió el proceso de fetichización de las mercancías, bosquejó su concepción de la plusvalía, del general intellect y de la explotación de lo que denominó “trabajo vivo”. Sobre esa base estableció sus hipótesis sobre el decrecimiento gradual de la tasa de ganancia y el eventual colapso del modelo de producción.

El proceso desencadenó también una transformación material y metodológica en la producción de sus textos. En un breve ensayo incluido en L’amitié, Maurice Blanchot acredita esta cesura en los tres lenguajes que componen la producción marxiana: de pensamiento, político y científico. Cada uno de ellos implica diversos modos de producción y disposición ética en el articulado de la relación escritura-conocimiento. Pese a que en ciertos períodos esos lenguajes conviven yuxtapuestos, el contraste que los mantiene juntos designa, según Blanchot, «una pluralidad de exigencias a la que, desde Marx, cada uno, al hablar, al escribir, no deja de sentirse sometido, salvo que se sienta carente de todo».

Pasiones terrenas
Avatares amorosos y vida intelectual de los principales pensadores y agitadores de la izquierda mundial: Marx, Lenin, Luxemburg, Gramsci, Benjamin, Althusser, Gorz.
Publicada por: Sudamericana
Fecha de publicación: 02/01/2019
Edición: 1a
ISBN: 9789877370393
Disponible en: Libro de bolsillo
- Publicidad -

Lo último