sábado 12 de octubre de 2024
Lo mejor de los medios

«Historia de la clase media argentina», de Ezequiel Adamovsky

Tradicionalmente hemos creído que en la Argentina no existieron grandes abismos entre ricos y pobres, y que en gran parte el progreso nacional se debe a esa poderosa capa intermedia que se desarrolló entre unos y otros, haciendo una sociedad más móvil, abierta e inclusiva. Esta identidad tuvo efectos muy profundos en la historia nacional, no sólo sobre las personas que se consideraban a sí mismas «de clase media», sino también sobre las de las clases más bajas.

Este libro cuenta la historia del surgimiento y la evolución de esa identidad de clase media, y del modo en que ella afectó y afecta las vidas de todos los que vivimos en este país. Ezequiel Adamovsky ha escrito un libro apasionante, fruto de diez años de investigación profunda y documentada pero a la vez cautivante y dirigida a un público amplio.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

 

Capítulo catorce – El giro a la izquierda
La “desperonización” fue un fracaso. En marzo de 1962 se realizaron elecciones legislativas y de gobernadores, en las que Frondizi permitió la participación de candidatos peronistas. Aunque a la UCRI no le fue mal (llegó a ganar en Capital), el peronismo obtuvo la victoria en la mayoría de los distritos y se alzó con diez gobernaciones. Eso acabó con la poca paciencia de los militares, que decidieron dar otro golpe de Estado luego de conocido el resultado electoral. Tras un interinato de José María Guido y nuevas elecciones con el peronismo proscrito, el radical “del Pueblo” Arturo Umberto Illia asumió la presidencia. La situación política volvía a foja cero.

Durante la Libertadora y los años de Frondizi se fue haciendo evidente una progresiva radicalización de las luchas de los trabajadores y un renacimiento de la orientación izquierdista. A poco del derrocamiento de Perón, una nueva generación de dirigentes sindicales se había lanzado a resistir las políticas antipopulares de los militares. El período de la “Resistencia Peronista” incluyó sabotajes, huelgas y tomas de fábrica de creciente radicalidad. El influjo de la Revolución Cubana (1959) contribuyó enormemente en el mismo sentido y la sociedad argentina fue girando cada vez más a la izquierda. Y no solo lo hacían los trabajadores y muchos peronistas. También las ideas del marxismo resultaron de creciente atractivo para numerosos sectores medios, especialmente los jóvenes. Mientras tanto, los sectores de élite y los militares respondieron adoptando un rumbo cada vez más represivo. Otro golpe de Estado tuvo lugar en 1966; Illia fue derrocado, instalándose en su lugar una dictadura comandada por el general Onganía, quien declaraba sin tapujos que se quedaría el tiempo que fuera necesario hasta “resolver” el problema. Mientras reprimían toda disidencia, los militares pusieron la economía nuevamente en manos de liberales, cuyas medidas beneficiaron especialmente a las grandes empresas loca les y extranjeras. La arbitrariedad y violencia del gobierno de facto no hizo sino caldear los ánimos. En 1969 el Cordobazo fue la expresión más importante de una serie de rebeliones y puebladas de gran escala. Para entonces ya habían aparecido las primeras organizaciones guerrilleras, que pronto comenzaron a reclutar a cientos de jóvenes. En el movimiento sindical se fortalecían las corrientes “clasistas” y por todas partes los estudiantes y muchos artistas, escritores y periodistas se volcaban a la izquierda. Para los primeros años de la década del setenta existía ya un enorme movimiento social de orientación revolucionaria. Lo componían diversas tendencias: algunos eran peronistas, otros no; algunos estaban a favor de la lucha armada, otros en contra. Pero a todos los animaba un profundo deseo de reemplazar el capitalismo por una forma de vida social completamente distinta, que por entonces la mayoría llamaba simplemente “el socialismo”. Su llegada parecía inminente, no solo en Argentina: en buena parte de los países del mundo, los años sesenta y setenta estuvieron marcados por un poderoso fervor rebelde. Como en la oleada revolucionaria de principios de siglo, los sueños de igualdad se propagaban desafiando las fronteras nacionales y sociales. Una encuesta realizada en 1973 en los principales centros urbanos del país mostró que más del 30% de las personas de “clase media superior” o “alta” declaraban simpatías de izquierda, mientras que un 11,6% de la “clase media inferior” también lo hacía (y esto sin contar a los que se definían como “peronistas” porque imaginaban que por allí pasaba la vía al socialismo).

En paralelo a estos cambios en las orientaciones políticas, a partir de mediados de la década de 1960 se notaron otros en el plano de la cultura. Muchos jóvenes empezaron a manifestar disconformidad respecto de valores de “clase media” en los que habían sido educados, que les resultaban demasiado rígidos y limitados. Tal como venía sucediendo en otras partes del mundo, también en Argentina estos años estuvieron marcados por el surgimiento de subculturas juveniles contestatarias y rebeldes. Algunos de los primeros grupos de rock adquirieron desde fines de esa década enorme popularidad entre los jóvenes de sectores medios. Sus letras y conciertos, su aspecto hippie y pelilargo, cuestionaban el modelo de una vida “decente” que necesariamente pasaba por el trabajo, el consumo, el estudio y la familia. La “liberación sexual” estaba a la orden del día: varones y mujeres se animaron cada vez más a reivindicar sus deseos como algo que no tenían por qué reprimirse u ocultar. Las impugnaciones a la falsa moral de los mayores se hicieron oír por todas partes, llegando incluso a los medios masivos. Fueron tema de numerosas obras literarias y éxitos cinematográficos, como el clásico La Tregua (1974).

Disparen sobre la clase media
El giro a la izquierda estuvo acompañado en Argentina de una revalorización de los trabajadores y los más humildes. Quienes abrazaban la causa del socialismo pensaban, como era habitual, que solo el pueblo trabajador podría encabezar el proceso revolucionario que esperaban con ansia. Pero a esto se agregó un elemento novedoso. En vista de la persistencia del peronismo entre los obreros y por el peso que venía adquiriendo el “problema nacional” en esa época marcada por los movimientos de descolonización en todo el Tercer Mundo, la izquierda argentina adquirió una disposición más “nacional-populista”.2 Los partidos tradicionales (Comunista y Socialista) fueron duramente cuestionados por los militantes por haber adoptado esquemas de pensamiento que no eran acordes con las realidades del país. Los acusaban de proclamarse a favor de una “clase obrera” abstracta e ideal pero no sentir otra cosa que espanto por esos trabajadores de carne y hueso que habían irrumpido en 1945.

La revalorización de la plebe chocó de frente con el antiperonismo que profesaba buena parte de la población. Incluso muchos izquierdistas que no sentían ningún aprecio por Perón se hicieron, en estos años, “anti-antiperonistas”. Y ya que luego de 1955, como vimos, se había vuelto un lugar común decir que la “clase media” era el grupo social que más alimentaba el antiperonismo, ella se convirtió muy pronto en blanco de toda clase de ataques. En efecto, desde 1955 numerosos comentaristas, políticos y ensayistas denigraron a la “clase media” por su incomprensión de la realidad de los trabajadores, por su racismo o por su incapacidad para ponerse del lado de los intereses nacionales. Esta imagen negativa de la clase media contrastaba fuertemente con las visiones positivas analizadas en el capítulo anterior, que hacían de la “clase media” el grupo social fundamental tanto del pasado nacional como del futuro de integración y desarrollo que muchos esperaban. Estas miradas benevolentes no solo siguieron existiendo sino que incluso puede que fueran preponderantes también en los sesenta o setenta. Así, se produjo en estos años, por así decirlo, una verdadera “lucha” entre las imágenes positivas y negativas, que logró poner en duda lo que tantos habían afirmado hasta entonces: que la “clase media” fuera una fuerza benéfica para los destinos de la nación. En este capítulo solo nos ocuparemos de las visiones negativas. Pero el lector no debe olvidar que las de sentido contrario seguían estando allí y eran de peso fundamental en las identidades de los argentinos.

La lucha entre las imágenes positiva y negativa tuvo ribetes complejos. Muchos de los que se habían volcado a la izquierda, poniéndose “del lado del pueblo”, estaban lejos de ser de origen trabajador. Una gran parte del movimiento revolucionario que floreció en la década del sesenta, de hecho, estaba nutrida de jóvenes pertenecientes a los sectores medios. Para ellos, el hecho de no ser de la clase social que suponían “verdaderamente revolucionaria” fue un motivo de honda vergüenza. Porque era gente de “clase media”, como ellos, la que había despreciado (y todavía despreciaba) a la plebe peronista. Era la “clase media” la que había apoyado la Libertadora y la que había callado, o incluso aplaudido, frente a los fusilamientos de entonces. Muchos de estos nuevos izquierdistas tuvieron en estos años una aguda sensación de estar en deuda con el pueblo por el patente divorcio de los años previos. Hubo diferentes maneras de lidiar con ese sentimiento. Algunos pretendieron purgar sus culpas mimetizándose lo más posible con los trabajadores, actuando como si fueran parte de su mundo, de modo de ocultar todo rastro de su propia extracción de clase. Para ellos, denunciar y denigrar a la clase media era una forma de negar su propia pertenencia y despejar toda duda de que estaban verdaderamente del lado del pueblo. En muchos casos, la crítica a la clase media era una especie de “automortificación”, que albergaba la esperanza de ser un paso previo y necesario para una “expiación” de los pecados del pasado que permitiera, finalmente, una reconciliación con el pueblo. Así, el compromiso firme con la lucha revolucionaria podía estar motivado no solo por genuinos deseos de un mundo no capitalista, sino también por la necesidad de redimirse por su origen de clase.4 Sea entonces por el tradicional recelo de la izquierda respecto de la “pequeña burguesía” o por el nuevo sentimiento de “deuda”, en los años posteriores a la caída de Perón los ataques a la clase media se volvieron más intensos que nunca, alternándose un tono violento y de total desprecio con otro más paternalista, que buscaba atraerla y de algún modo “reeducarla”.

Los que más se destacaron por la violencia de sus críticas fueron ciertos marxistas que, preocupados por el imperialismo, habían ido acercándose a las ideas del nacionalismo. Por esa vía comenzaron a tener una visión menos negativa del peronismo, hasta comprometerse en un “apoyo crítico” a Perón. Esta corriente se conoce con el nombre de “izquierda nacional” y luego de 1955 tuvo ensayistas que lograron gran predicamento. Fueron ellos los que más incidieron en la formación y difusión de los peores estereotipos acerca de la clase media, que aún hoy circulan en la cultura argentina. El más famoso fue probablemente Jorge Abelardo Ramos. Ya en sus artículos para el diario Democracia, en vísperas del golpe de Estado de 1955, explicaba que la “clase media” era “cómplice de la política antinacional del imperialismo” y se oponía al gobierno porque no soportaba al “negro ensoberbecido” por el peronismo. Como el “pequeño burgués de Buenos Aires” era descendiente de europeos “sin gota de mestizo ni de criollo aindiado”, se combinaban en él “todos los factores como para sentirse separado” de la política oficial. Ramos también expuso entonces por primera vez una crítica que haría escuela: la del “moralismo de la clase media”. Para él, el pretendido escándalo ante la corrupción y las supuestas inmoralidades de Perón y otras figuras de su régimen no eran sino una maniobra del “gran capital imperialista” para bloquear al proceso revolucionario en curso. Poco después, en su exitoso libro Revolución y contrarrevolución en la Argentina (1957), que conocería múltiples reediciones, Ramos volvió a la carga contra la mojigatería de la clase media y repitió otros estereotipos ya conocidos: el de su psicología “vacilante”, su inseguridad, su miedo a caer, su individualismo, etc. Aunque los ataques a la clase media no eran novedosos, la virulencia que alcanzaron en la prosa de Ramos tenía pocos antecedentes. Pero lo más innovador eran algunos de los motivos que incluyó: la dimensión de prejuicio “moral”, racista y antinacional y la identificación “porteña” que Ramos le adjudicaba a la clase media no formaban parte, hasta entonces, del repertorio de acusaciones conocidas. Otros ensayistas famosos, como Jorge Enea Spilimbergo, Rodolfo Puiggrós y Juan José Hernández Arregui, difundieron por entonces imágenes negativas similares.

Aunque no pertenecía a la izquierda en sentido estricto, no podría dejar de mencionarse aquí a Arturo Jauretche. Su libro de enorme repercusión, El medio pelo en la sociedad argentina, publicado en 1966 y reeditado decenas de veces desde entonces, contribuyó como ninguno a la difusión de la visión crítica sobre la clase media. Esta obra se ocupa de castigar con el ridículo el “medio pelo”, una actitud mental definida por el intento de “aparentar un status superior al que en realidad se posee”. Tal actitud se manifiesta como un afán de figuración y de identificación con la oligarquía, la imitación servil de las pautas culturales extranjeras y el consiguiente desprecio por lo nacional y popular, con su inevitable carga de racismo. En rigor, Jauretche no lanzaba sus críticas contra la clase media: por el contrario, se ocupó de aclarar varias veces que “el grueso de la clase media” no tenía actitudes de “medio pelo”. Pero a pesar de estas prevenciones, su libro fue leído como un embate contra esa clase, a la que tendieron a adjudicarse el extranjerismo y el racismo de la actitud “medio pelo”. La propia contratapa de la obra la anunciaba como “el libro desmitificador por excelencia de la clase media argentina”.

Algunos ensayistas ligados a la corriente de la “nueva izquierda” también contribuyeron a difundir imágenes negativas. El más importante fue sin duda Juan José Sebreli. Su influyente libro Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, aparecido en 1964, contiene niveles de violencia verbal y desprecio que superan incluso los de Ramos en su denuncia del individualismo de la clase media, su mezquindad, su obsesión por las apariencias y por imitar a la oligarquía, su terror a proletarizarse, su antiperonismo racista, su “moralismo” y su papel de “freno de la lucha de clases”. Pero Sebreli agrega elementos nuevos en este ya amplio repertorio del escarnio. La clase media aparece en su ensayo como víctima de su propia “represión puritana antisexual”, la “frigidez” y la culpa. Otro elemento novedoso es el señalamiento del “mito de la intimidad protegida” de la clase media, es decir, la ilusión de que se puede alcanzar la felicidad plena olvidándose del mundo exterior para refugiarse en cambio en el ámbito privado del hogar y la familia. Como la mayoría de los libros que por entonces expresaban críticas similares, el de Sebreli concluye afirmando que la clase media tenía posibilidades de redimirse si se decidía a “unir su destino al del proletariado”.

Había algo extraño en todas estas diatribas contra la clase media: todos los que las lanzaban pertenecían a ella. Ninguno de los autores mencionados era parte del pueblo trabajador, en cuyo nombre, sin embargo, todos hablaban. El ataque a la clase media se hacía siempre en tercera persona: quienes tenían los vicios “pequeñoburgueses” eran siempre los otros. En el mismo ejercicio de la crítica, el que la realizaba ocultaba su propio origen social, tan poco “obrero” como el del blanco de su ataque. Hubo, sin embargo, un grupo de la “nueva izquierda” que tuvo el valor de asumir la cuestión en primera persona. Desde la mítica revista Contorno, en 1959 Ismael Viñas lo hizo con las siguientes palabras:

[S]olamente cuando seamos capaces de reconocer (no solo racionalmente sino también vívida, vitalmente) el hecho de que pertenecemos a la clase media, y que eso nos separa del proletariado, estaremos en condiciones de superar esa separación… No basta militar en determinado partido, no basta leer a Marx —ni, por supuesto, citarlo—, es imprescindible darnos vuelta como un guante, y ésa es una operación profunda y penosa.

Darse vuelta como un guante: no alcanza con fingir ser “proletario” ni sirve ocultar el no serlo. La separación existe. Se trata entonces de poder reconocerlo, para poder así vincularse de otra manera con las clases más bajas. La franqueza de Viñas tuvo pocos ecos en la izquierda argentina. En los años siguientes, con pocas excepciones, sus intelectuales y dirigentes siguieron cuestionando a los demás por sus orígenes “pequeñoburgueses”, sin dejar de arrogarse, al mismo tiempo, el derecho de hablar en nombre de una clase obrera a la que en la gran mayoría de los casos no pertenecían.

Historia de la clase media argentina
Apogeo y decadencia de una ilusión. 1919-2003
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 11/01/2019
Edición: 1a
ISBN: 978-987-580-717-4
Disponible en: Libro de bolsillo

 

Lo último