martes 19 de marzo de 2024
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Periodismo: instrucciones de uso. Ensayos sobre una profesión en crisis

Debatir sobre la manera en la que los periodistas desarrollamos nuestro oficio se convirtió, en los últimos años, en una de mis prioridades. Escribí varios artículos sobre el tema y participé de discusiones públicas con varios colegas. “Nadie nos puede obligar a hacer mal nuestro trabajo. Los periodistas tenemos derecho a decir que ´no´, sí nos plantean tareas que se alejen de la verdad de los hechos. Vendemos nuestra fuerza de trabajo, no nuestra opinión”, insistí en cada oportunidad que tuve. Posiblemente cansado de escucharme, mi amigo Raúl Carioli, Director de editorial Prometeo, me desafió a armar un libro sobre periodismo y acepté con gusto.

Para ello, me propuse reunir una decena de textos que propiciaran el debate y la reflexión sobre el periodismo que hacemos. Una suerte de “deber ser” pero un claro anclaje fáctico. Para esa tarea consideré oportuno convocar a periodistas que admiro y conozco desde hace muchos años, pero también a jóvenes que pudiesen aportar su visión ante los nuevos problemas que enfrentan los que se inician en la actividad.

Así se suceden las reflexiones de:
Cristian Alarcón (Intervenciones creativas para renovar el periodismo), Hugo Alconada Mon (Contar lo que el poder quiere ocultar), Noelia Barral Grigera (La maldición del periodismo frilo), Martín Becerra (El continente del periodismo en descomposición), Martín Caparrós (Periodismo Gillette y Periodismo Clic), María O Donnell (Apostar por la credibilidad), Ezequiel Fernández Moores (Tribuna caliente), Leila Guerriero (Decir o no decir), Graciela Mochkofsky (Memorias de una joven promesa), Natalí Schejtman (Bienvenidos a la jungla digital).

A continuación, y modo de adelanto, publicamos el texto de mi autoría que integra el libro.

 

Ni plata ni mierda

“Es plata o mierda”. Nunca voy a olvidar la frase que eligió el gerente de noticias de América TV, donde trabajábamos, para comunicarnos un mediodía de Julio del 2009 que la posición del Canal, contraria a la aprobación de la Ley de Servicios Audiovisuales, no resistiría medias tintas. “La empresa tiene mucho para perder y espero que lo entiendan”, agregó. En esos almuerzos, posteriores a la emisión de Tres Poderes, el programa que hacíamos con Gerardo Rozín y Maximiliano Montenegro se discutían los temas y las posibles entrevistas para el próximo envío. Esta vez la charla, desarrollada en un bar de Palermo, se convirtió en una sucesión de amables advertencias. Después del conflicto entre las entidades del campo y el gobierno nacional, la iniciativa de regulación legislativa fue tomada por los grandes grupos de medios como una amenaza. América no estaba entre los más complicados por la propuesta que se ponía en discusión (el más afectado era el Grupo Clarín), pero tenía más canales de televisión y más emisoras de radio que las permitidas por el proyecto de ley.
Las prevenciones del gerente tenían un fundamento extra. Veníamos de protagonizar un incidente por el cual habíamos perdido “la confianza de las autoridades del canal”. Unas semanas antes de recibir su opción de hierro, nuestro interlocutor nos había sugerido entrevistar a Francisco De Narváez, candidato a diputado nacional por la provincia de Buenos Aires (en alianza con Felipe Solá y Mauricio Macri) y rival del “candidato testimonial” Néstor Kirchner. La propuesta de entrevista era pertinente salvo por el hecho de que De Narváez era, además de candidato, uno de los accionistas del medio para el que trabajábamos.
Después de varias discusiones no logramos ponernos de acuerdo. Nosotros rechazábamos la entrevista porque nos parecía inconveniente para todas las partes y el gerente argumentaba que “había que hacerla porque ya lo habían entrevistado en casi todos los programas del Canal”. Finalmente aceptamos, pero con una condición: haríamos una entrevista sin concesiones, como si el entrevistado solo fuese un candidato más y no uno de los dueños del canal. Pagamos caro el atrevimiento. A los pocos minutos de estar ante las cámaras, quedó claro que De Narváez no esperaba una entrevista de esa naturaleza. Tal vez no le avisaron o nadie pensó que haríamos lo que, justamente, habíamos propuesto: una entrevista detallada, con preguntas y repreguntas. El candidato –que semanas después se impondría en las elecciones– no quedó muy bien parado en la nota y se fue furioso del estudio. El programa fue levantado del aire unos minutos antes del final. Al otro día adujeron un error involuntario del Switcher Master. El programa tenía certificado de defunción. En una semana pasamos del horario central de los domingos a los lunes cerca de la medianoche. Recortaron el presupuesto y despidieron a la mitad de los productores.
Después de ese momento de gloria, la figura de De Narváez se fue diluyendo y en 2015 dejó la política. Es arriesgado relacionar el ocaso prematuro de su carrera con aquella entrevista, pero vale recordar que en cada una de sus apariciones públicas posteriores no faltaba el colega que terminara preguntando sobre qué había pasado esa noche en América TV.
Pero volvamos al almuerzo. “Estamos en guerra”, remató el gerente, para que no quedaran dudas. Y si bien desde mi llegada a Buenos Aires en 1998, para trabajar en la Revista Veintitrés (entonces Veintiuno) que fundó Jorge Lanata, había experimentado el levantamiento de varios programas, recibí su metáfora bélica como una revelación. Tal vez porque desde que empecé a ganarme la vida con este oficio tengo una certeza: soy periodista y no soldado. La opción era inaceptable. No quería “ni plata, ni mierda”.
Mientras pedíamos el postre, le propusimos al gerente generar en el programa un ámbito equilibrado con todas las opiniones sobre el proyecto. Además, entre los conductores, teníamos posiciones diferentes sobre la ley. Pero no funcionó. No había lugar para un espacio de debate cuando se cruzaban misiles. En dos meses terminamos fuera del canal y, en mi caso, fuera de la televisión por varios años.
En esa contienda, que no ha cesado, muchos colegas se enrolaron con entusiasmo. Algunos por convicción genuina, otros por conveniencia. Las consecuencias sobre los productos periodísticos fueron y son calamitosas.
Los corresponsales que se dedican a cubrir conflictos bélicos, suelen decir que en una guerra la primera víctima es la verdad. Esta no es la excepción. Afectar al otro, “al enemigo”, es más importante que comunicar algo certero y comprobado. Lo paradójico es que contar la verdad está en la base misma del periodismo.

De qué hablamos cuando hablamos de verdad
Sobre los alcances filosóficos del concepto de verdad se sigue debatiendo intensamente y no es motivo de este análisis. La idea de verdad en el periodismo remite a un significado simple: la coincidencia directa entre lo que se afirma –en un artículo, una crónica o un comentario de opinión– y los hechos a los que se remite. En definitiva: algo es verdadero cuando tiene correlación directa con los sucesos narrados. La tarea esencial del periodista es reflejar fielmente, desde su perspectiva o mirada, los hechos que relata y, en lo posible, hacerlo de manera atractiva.
El debate no es nuevo ni local. La verdad dejó de ser una prioridad en el proceso de la comunicación masiva hace varias décadas, cuando la información se convirtió en un negocio. Lo novedoso es que el desprecio por la verdad, en los últimos años, se volvió una costumbre que no provoca consecuencias severas en la fidelidad de los consumidores de noticias. A la utilidad mercantil de la información, se sumó el protagonismo que los grupos mediáticos adquirieron en la batalla política directa.
Vale aclarar que cualquier narración pasa por un inevitable tamiz subjetivo. Siempre se cuenta desde un punto de vista determinado. Por esa razón, el periodista debe acercarse lo más posible a los hechos que quiere contar. Tiene que recolectar la mayor cantidad de datos y testimonios sobre lo ocurrido. Su capacidad profesional, en relación a cómo levantar esos datos, cómo chequearlos (comprobarlos) y, finalmente, la forma en que va a exponerlos harán la diferencia.
La dedicación y el tiempo que se le dedican una tarea periodística tienen relación directa con los resultados. En Argentina se menciona a Rodolfo Walsh como una referencia fundamental del oficio y está muy bien. El autor de Operación Masacre no solo era un hombre talentoso y valiente. Era, además, un periodista tremendamente riguroso. Me gusta demostrarlo con un ejemplo menos citado que sus grandes investigaciones. En marzo de 1969 ya había publicado su célebre serie “La secta de la picana” donde revelaba, en cuatro notas, la brutal metodología de la policía bonaerense. Por entonces publicaba en el periódico de la CGT que tiempo después sería clausurado. Como necesitaba sobrevivir también colaboraba con otras publicaciones como la revista Siete Días. Para este semanario hizo una nota sobre el funcionamiento de la luz eléctrica en Buenos Aires. Según sus propias palabras invirtió, en la elaboración de ese trabajo, “60 páginas de apuntes y transcripciones, unas 30 páginas de borradores y 20 páginas de original, es decir 110 carillas dactilografiadas. Realicé unas seis horas de grabación. Invertí un total de 87 horas de trabajo, repartidas en 13 días o sea casi 7 horas diarias”. Esa manera de trabajar explica a Walsh tanto como sus imprescindibles investigaciones.
Entre esa metodología que implica comprobar los datos, contrastar los hechos y revisar las distintas versiones antes de publicar y la liviandad con la que se suelen construir, en la actualidad, artículos en la prensa gráfica o emitir informes en televisión, hay un abismo. Sobran los ejemplos de programas televisivos construidos en base a información emanada de servicios de inteligencia.
Si se trabaja bien la diferencia entre distintos narradores de un mismo suceso será del orden de la interpretación y de la calidad narrativa pero también del rigor y la dedicación. Tendremos entonces diferentes relatos, determinados por la mirada personal, la experiencia y la capacidad profesional de cada cronista. Pero el hecho estaría allí, inalterable. Para seguir con Walsh la diferencia entre las notas que escribió para Siete Días y sus investigaciones sobre la policía bonaerense para el diario de la CGT, está determinada porque en estas últimas alguien con poder no quería que se conocieran esos hechos y, por lo tanto, se trataba de una producción con relevancia institucional. La crónica sobre la luz no implicaba ninguna denuncia. El método de trabajo es el mismo.

La mirada crítica
La subjetividad está determinada, entre otras cosas, por los intereses e ideología del periodista. Con todo, las creencias, ideas y posicionamiento político no deben vulnerar la verdad de los hechos. Para ejercer la subjetividad de un modo honesto hay que razonar de manera crítica. Y este es otro desafío, porque la crítica debe empezar por casa. Sin mirada crítica no se puede hacer buen periodismo.
La mayoría de las personas tienen ideas políticas y eso no los hace mejores o peores maestros, albañiles o arquitectos. Muchos, incluso, despliegan en su vida una militancia activa en defensa de sus ideas y eso no afecta la calidad de sus trabajos. Con el periodista debería ocurrir lo mismo. Un funcionario que delinque en el ejercicio de su gestión, por poner un ejemplo, es un corrupto pertenezca o no a un gobierno que cuenta con la simpatía política de quien narra los hechos. Una medida económica dañosa para la población o los abusos policiales no son menos graves si los aplican dirigentes con los que se coincide políticamente. O peor aún, si auspician con publicidad el diario o el programa donde se publica la información.
Lo más probable es que una crónica en La Nación y otra en Página/12, por poner dos ejemplos de diarios con perspectiva editoriales antagónicas, no cuenten un mismo hecho de igual manera. Lo que deben exigir los lectores de ambos diarios es que sus relatos sean fieles a los sucesos narrados más allá de las lecturas subjetivas del periodista que narra y del medio donde se publica.
La disputa entre el Gobierno de Cristina Kirchner y los grandes grupos de medios, en especial Clarín, por el conflicto con las entidades del campo primero y luego por la sanción de la Ley de Servicios Audiovisuales, dio origen al llamado “periodismo militante”. Ante las críticas persistentes de la mayoría de los grandes medios, desde el gobierno se propició una suerte de “contra información” a través del sistema de medios públicos. También se impulsó a empresarios amigos a comprar radios y canales para intentar equilibrar la pelea.
El programa 678 de la televisión pública se convirtió en la principal plataforma de esa estrategia. Incluso apelando al deleznable método del escrache a periodistas críticos. Con todo, oponer “periodismo militante” a un supuesto “periodismo independiente”, que muchas veces responde de manera vertical y acrítica a los posicionamientos de la empresa que paga los sueldos, no tiene demasiado sentido. El tema es si en nombre de las ideas políticas o de la necesidad empresarial se vulnera la verdad o se manipulan los hechos.
En ambas trincheras, en muchas ocasiones, la verdad quedó supeditada a la necesidad de afectar al otro. En esa lógica se superaron todos los límites: hasta se llegaron a publicar noticias falsas. Había nacido lo que el periodista de Clarín, Julio Blanck, definió como periodismo de guerra. También se publicaron, en medio de la refriega, informes irrefutables e investigaciones pertinentes.
Volviendo a nuestra premisa original: el compromiso primordial del periodista es con sus lectores, oyentes o televidentes. Podríamos establecer una suerte de consigna laica: los hechos son sagrados. Distinto es el análisis o la opinión sobre la realidad, donde sí cabe el posicionamiento editorial. A la mirada personal, que debe ser honesta y precisa, hay que sumar el factor empresario. Como expuse más arriba, los intereses políticos y económicos del medio de comunicación donde trabaja el periodista, también juegan su partido en el proceso comunicacional y pueden llegar a distorsionarlo en beneficio propio. La tensión entre el periodista y la conducción del medio donde trabaja es, en muchos casos, inevitable.

Los dueños de los medios
Suelo decir, con ánimo de provocar el debate, que me gustaría que los dueños de los medios de comunicación de la Argentina fuesen de gente altruista, desinteresada y que solo tiene como aspiración brindar buena calidad de información. Está claro que no es así. Los medios más importantes, aquí y en todo el mundo occidental, son propiedad de grupos empresarios de distinta envergadura. En consecuencia, no escapan a las normas básicas del capitalismo. Sus dueños tienen intereses económicos y políticos determinados. Y si bien todas estas empresas trabajan con la noticia como principal insumo básico, no dejan de tener como objetivo fundamental obtener ganancias. A veces, sin que les importe demasiado el cómo. Solo se diferencian de otras empresas por su función social.
Los medios de comunicación tienen a su cargo un servicio de interés público y, por consiguiente, deben estar sometidos a la regulación del Estado. Por lo cual, los gobiernos deben establecer las reglas claras para evitar las posiciones dominantes en el mercado que puedan condicionaral poder político (gobiernos nacionales, provinciales o municipales). Esas regulaciones deben ser precisas y justas para que, a su vez, no se afecte el derecho a la información. Aunque esta idea es de manual no es tan fácil de alcanzar. Los intereses en juego son demasiado grandes.
Desde los grandes grupos de medios, en general, se rechaza cualquier tipo de regulación. El argumento más utilizado, en nombre del liberalismo más ortodoxo, es el que indica que los medios de comunicación son empresas privadas que no necesitan imposiciones estatales que puedan afectar “la libertad de expresión”. Aseguran que existe una regulación natural que se genera en el mercado por la competencia. Quienes defienden esta idea señalan que la regulación, en todo caso, debería ser mínima o, directamente, no existir.
Sin embargo, en la mayoría de las democracias del llamado Primer Mundo se aplican normas que determinan pautas claras sobre el funcionamiento y la propiedad de los medios de comunicación. Las leyes tienden a garantizar la pluralidad de medios, de voces y de actores de la comunicación. También reservan porciones del espectro comunicacional para el sector público y para el llamado tercer sector (cooperativas, sindicatos, etc) y tratan de evitar la concentración.

¿Y los periodistas?
Como señalé más arriba, los periodistas no podemos incidir en la conformación del mapa mediático del país. Esa es una tarea de los legisladores (vale la pena revisar las dificultades que enfrentaron los distintos gobiernos democráticos en Argentina para lograr sancionar leyes al respecto, en especial desde 1983). Los periodistas, en la mayoría de los casos, no podemos elegir dónde trabajar. Lo que sí estamos en condiciones de hacer, es establecer pautas mínimas sobre cómo desarrollar nuestratarea de manera digna. Debatir en profundidad cuál es el rol de los periodistas dentro de un medio de comunicación gestionado por una empresa privada o pública es imprescindible.
Como sujetos del derecho a la información, los ciudadanos deben exigir a los medios de comunicación que tengan independencia del poder político. Por cierto, la única cuestión más o menos comprobable en una empresa periodística. Esa condición es importante pero no suficiente. También deberíamos exigir, como consumidores de información, que los intereses económicos de las empresas, no interfieran en los productos periodísticos que elaboran. Que no alteren, como explicamos, la verdad de los hechos por necesidad política o comercial de la empresa. ¿Cómo hacerlo? Con el arma más poderosa que tiene un consumidor de información: la decisión de adquirir sólo productos creíbles y descartar aquellos que no lo son.
¿Y los periodistas? Si bien toda organización periodística es piramidal, en esa estructura hay un nivel que se llama de “edición”. Son los periodistas que deciden qué se cuenta y cómo se cuenta. Son los que elaboran la “agenda periodística”. En un medio electrónico esa facultad le corresponde en general al conductor del programa o al productor general y en un medio gráfico al editor. El compromiso de los trabajadores de prensa es evitar que la agenda periodística se vea “contaminada” o alterada por los intereses económicos o políticos de los dueños del medio. Si el temario, los contenidos o la lista de entrevistados pasan por la decisión del gerente y no del periodista “a cargo” del programa o la sección, el derecho a la información corre el riesgo de ser vulnerado.
No estoy planteando una rebelión masiva y permanente contra las conducciones empresariales, simplemente, propongo que defendamos nuestro derecho a hacer bien el trabajo. Nadie está obligado a incurrir en mala praxis. En buen romance: nadie puede ser inducido a mentir porque de esa manera beneficia los intereses comerciales o políticos de la empresa para la que se trabaja. Esto también vale para los medios estatales.
Si hay un tema tabú entre los periodistas es, justamente, la empresa para la que se trabaja. En general los trabajadores de prensa no hablamos mal de la empresa que nos contrata ya que, posiblemente, nos despedirían de inmediato. Compartimos esa situación con cualquier otro trabajador. Un mozo que dice a sus clientes que el café que sirven en el bar donde trabaja es malo, no duraría mucho en su puesto. Pero una cosa es respetar la línea editorial y la verticalidad de una organización periodística y otra, muy distinta, es convertirse en lobista de los intereses sectoriales de las empresas que nos contratan o aceptar publicar información falsa. La necesaria fidelidad laboral, en organizaciones piramidales, tiene un límite y ese límite es el compromiso del periodista con la verdad.
Se trata de una tarea tan compleja como necesaria. Incluso puede convertirse en una pulseada de todos los días. Una pelea para la que hay que estar preparados y convencidos. Muchas veces, su éxito es proporcional a la historia y trayectoria del periodista. No son iguales las posibilidades de un productor recién ingresado a un medio o un cronista principiante que las de un editor o un periodista con cuenta con muchos años de visibilidad en un medio. En especial porque en estos casos las posibilidades de encontrar otro trabajo se multiplican. Cada uno debe saber hasta dónde y hasta cuándo se puede seguir trabajando en un medio cuando los parámetros éticos de la profesión son vulnerados.
Los propietarios que entiendan que el gran capital de un medio de comunicación es su credibilidad, aceptarán esta dinámica con menor resistencia que aquellos que no estén convencidos de los beneficios de construir un medio veraz e independiente. Si un empresario textil no confecciona mal las camisas que produce y una industria automotriz no fabrica autos fallados, ¿por qué los dueños de los medios puedan llegar a afectar sus productos en busca de intereses subalternos a la información? La respuesta es simple y transversal a todos los países: los grupos empresarios más importantes no sólo tienen medios de comunicación, también despliegan otras actividades: telefonía, entretenimiento, energía, explotación agraria, minera, etc. Una campaña realizada en un grupo mediático a favor o en contra de un gobierno podría incidir en la voluntad de los funcionarios de favorecer determinados negocios. Y algo más: muchos Ceos y gerentes de medios de comunicación ya no son periodistas, sino ejecutivos con el objetivo de maximizar las ganancias. Así de complejo es todo.
Igual no hay excusas. Cada periodista debe ingresar a su actividad sabiendo cuándo y cómo decir que no, ante planteos inaceptables. Siempre está la posibilidad de dar un paso al costado. El concepto de obediencia debida es repudiable no sólo en el ámbito militar. Los periodistas vendemos nuestra fuerza de trabajo no nuestra opinión. Está claro que plantarse ante las presiones internas o externas del medio para el que se trabaja puede tener consecuencias: sanciones, despidos, levantamiento de programas, entre otras.

Audiencias, público e hinchadas
“El único patrimonio del periodista es su buen nombre”, escribió Tomás Eloy Martínez en el comienzo de su célebre decálogo profesional (ver anexo Decálogos al final de este libro). Por entonces no existía internet y el rol de la prensa gráfica era central en la vida de la sociedad. “Cada vez que se firma un artículo insuficiente o infiel a la propia conciencia, se pierde parte de ese patrimonio, o todo”, sentencia el admirado autor de Santa Evita.
Sobran los ejemplos de periodistas que son infieles a su conciencia, que modelan la realidad según su perspectiva ideológica, que se someten a los intereses políticos y económicos de los dueños de los medios para los que trabajan o, peor aún, que acomodan su trabajo en función de los beneficios económicos personales que les facilita el poder político de turno o los grandes anunciantes. Y lejos de cosechar alguna “sanción” de sus lectores, oyentes o televidentes, mantienen una alta consideración popular. Tan importante y vasta como la de aquellos que trabajan seriamente y resisten el juego de intereses que los rodea.
Lo que para Tomás Eloy Martínez significaba emprender el inevitable camino del descrédito, en la actualidad puede convertirse en un pasaje al buen rating y al dinero. Hay que reconocer que esta suerte de pragmatismo comunicacional hizo escuela. No son pocos los que estudian Periodismo para “estar en la tele”, “ser famosos” o “ganar mucho” sin importar la manera en la que se alcancen esos objetivos.
La pregunta más importante es por qué actitudes que hace tres o cuatro décadas sumarían repudio, hoy son celebradas. No alcanza con plantear la defección de los comunicadores por voracidad económica o, en el mejor de los casos, por vocación militante. Tampoco la funcionalidad que esa manera de trabajar tiene para los poderosos de turno. Ni siquiera la ansiedad por conseguir más espacios o ascensos en el medio. Una de las respuestas más desafiantes pasa por analizar el comportamiento de las audiencias. Y lo primero que hay que decir es que a un sector del público aquello que antes las hubiese espantado ahora las atrae.
En el tiempo de la posverdad, a la hora de informarse, muchos prefieren confirmar sus prejuicios. No importa si lo que piensan tiene sustento real o no. No importa qué sucedió en realidad. No importa si les mienten mucho o un poco. Un porcentaje relevante de los consumidores de información se mueve como lo hacen los fanáticos en el fútbol. Quieren que su equipo gane y solo se permiten ver y escuchar lo que esté en línea con lo que desean. Un fanático suele negar lo evidente. Por esa razón, a la hora de publicar una información, para muchos editores pasó a segundo plano que una noticia esté validada. Es más significativo el impacto que pueda provocar y si ese impacto coincide tanto con las necesidades políticas del medio como con la expectativa del público-hinchada que consume el mensaje.
Este proceso de conformar al receptor de cualquier manera degrada los productos periodísticos. Los contenidos se simplifican como en los cuentos infantiles, con buenos y malos. Y está claro que los malos siempre son los otros. La llamada grieta política potenció ese tipo de construcciones mediáticas. Nunca antes la información falsa, las fuentes espurias, en muchos casos vinculadas a servicios de inteligencia, tuvieron tanto protagonismo en las agendas de medios tradicionales.
Emitir mensajes masticados y previsibles, conformar al público, hacer lo que necesitan los poderosos y disfrazarlo de periodismo profesional o independiente pueden ser caminos eficaces para hacer dinero. Desafiar a la hinchada, contrariarla, invitarla a pensar críticamente, puede ser un buen comienzo para volver a poner en duda lo que aparece como certero, exitoso, inevitable.
Perdón Borges por la cita pero que “nadie rebaje a lágrima o reproche” estas reflexiones. Son apenas un intento de señalar que, aunque pasen los años y se sume tecnología en el ejercicio profesional y el escenario de nuestro trabajo agregue complejidades como la concentración excesiva o la precarización laboral, el dilema central del periodismo sigue siendo ético. Defender la verdad de los hechos, resistir a las presiones y a la urgencia, apostar a la calidad, narrar con precisión, opinar con fundamento y ser fieles a uno mismo, son tareas indispensables si queremos contribuir a la construcción de una sociedad más justa y democrática.