martes 19 de marzo de 2024
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¿Cuántos libros me quedan por leer?

Adelanto del libro «Bibliotecas»

¿Qué define una biblioteca? ¿Hay algo que podamos decir que “es” una biblioteca? ¿Un mueble? ¿Una cantidad de libros determinada? Con este libro nos vamos a dar cuenta de que no hay una definición única. Están quienes fusionan sus bibliotecas al casarse y quienes, al irse a convivir con otra persona, prefieren mantenerlas separadas. También hay bibliotecas “inmateriales”: libros leídos pero no acumulados, desperdigados por el universo. Y por qué no, bibliotecas separadas: una en Buenos Aires y otra en Rosario. ¿Obsesión por el orden, clasificación de las obras por género? ¿Libros que se prestan?

Para festejar los quince años que cumple Ediciones Godot en febrero de 2023, Katya Adaui, Selva Almada, Jazmina Barrera, Jorge Carrión, Luis Chitarroni, María Sonia Cristoff, Mercedes Halfon, Martín Kohan, Brenda Lozano, Carla Maliandi, Emiliano Monge, Dolores Reyes, Edgardo Scott y yo, respondemos. Este es mi texto:

Los libros están vivos. Son amigos queridos que cambian con el paso del tiempo. Envejecen, se deterioran, guardan secretos, tienen marcas, sorprenden expulsando objetos aplanados cuando se abren en el momento justo. Son testigos silenciosos de la existencia humana. Tienen una magia con la que no cuenta ni contará el libro electrónico, el primo impertérrito que brilla en el firmamento digital. Los libros conforman un universo entrañable que me acompaña desde niño. En mi casa de infancia, en la calle Pasco de la ciudad de Rosario, había libros y una biblioteca. Dos aclaraciones: la presencia de libros no garantiza la existencia de lectores, pero su ausencia aniquila esa posibilidad. La otra: los libros necesitan de biblioteca como el cuerpo de esqueleto.

Las bibliotecas tienen identidad. La nuestra estaba poblada —aunque modestamente— con clásicos de la literatura universal y grandes enciclopedias. Desde el diccionario Monitor a la colección completa de La Segunda Guerra Mundial, pasando por La historia de la música. A mi padre le gustaba comprar enciclopedias en fascículos y llevarlos luego al encuadernador para que los convirtiera en un tomo compacto y rotulado. Ese proceso, que a mí me impacientaba, era para él una suerte de desafío lúdico. Creo que disfrutaba cuando se le escapaba algún fascículo y tenía que recorrer kioscos y librerías para conseguirlo. Mi viejo trabajó casi toda su vida en el Banco de Santa Fe y siempre se dio tiempo para leer y cantar. Me legó, entre otras cosas, el gusto por la música —todavía uso su último equipo de sonido, un aiwa con reproductor de cd, y conservo muchos de sus vinilos— y los libros, claro. Tuve más suerte que él: su padre lo abandonó junto a dos hermanos cuando era pequeño y no le dejó nada de nada.

A esa primera congregación inicial la fui abonando pacientemente con mis autores preferidos, muchos rescatados en librerías de usados. No sé con qué libro me infecté del entusiasmo por leer, tal vez fueron las grandes enciclopedias o Sandokán, de Emilio Salgari, o Mi planta de naranja lima, de José Mauro de Vasconcelos, o los Cuentos de la Selva, de Horacio Quiroga. Lo cierto es que aquellas primeras lecturas, que cruzaban emoción y aventuras, me provocaron un apetito que estimo solo desaparecerá cuando se apaguen mis ojos.

La biblioteca familiar sigue en Rosario. Allí hay 2.284 libros clasificados y ordenados por autor por mi hijo Luciano y un amigo. El último de la lista, rigurosamente volcada en una planilla de excel, es de Stefan Zweig y luce uno de los mejores títulos de la literatura: Momentos estelares de la humanidad. El libro que ocupa el primer lugar en el primer estante es una rareza, lo compré usado hace décadas y todavía no lo leí. Se llama Los recién venidos, de Asencio Abeijón, un escritor y periodista que se dedicó a contar la vida en la Patagonia. Una aclaración más: no solo se compran libros para leerlos, también se compran libros por el deseo de leerlos en algún momento. Hace unos años que ya no pienso en los libros que tengo sino en los libros que me quedan por leer. ¿Cuántos serán? ¿Cuántas historias me quedan?

Como les decía, en una casa luminosa del barrio República de la Sexta habitan, en tres bibliotecas de madera, muchos de los libros atesorados por mi padre: la narrativa completa de Hemingway, los grandes autores rusos, los libros de Graham Greene, los de Marguerite Yourcenar. También una colección espectacular, en tapa dura y roja, de Las mejores novelas contemporáneas editado por Planeta. Y los infaltables para cualquier lector ávido y desordenado: la Ilíada y la Odisea, El decamerón, La divina comedia, Utopía, Frankenstein, Tom Sawyer, El Quijote, Martín Fierro, Facundo. Mi padre sostenía una idea provocativa, “hay que esperar varias décadas para leer a un autor”, y solía negarse a leer a sus contemporáneos. Pude hacerle admitir el poco sustento de su argumento gracias a El Club Dumas de Arturo Pérez Reverte. Mi regalo fue el Caballo de Troya que lo conquistó, ya nunca dejó de leer sus libros. Me debo contarle esta anécdota a Arturo.

Siento nostalgia por nuestras discusiones —algunas muy duras— que iban de la literatura a la política, de los gustos musicales a mis elecciones de vida. El último libro que le regalé, y que estaba leyendo cuando murió, tenía una dedicatoria: “Por las diferencias que nos unen”. Casi una herejía para este tiempo de simplificaciones binarias y retórica hueca. Como si se tratara de un tributo secreto, sobre uno de los estantes pintados de blanco de la biblioteca que está en el living, reina uno de los relojes de ajedrez que utilizaba para limitar las batallas incruentas que lo enfrentaban con sus amigos. El otro, siempre tuvo dos, está en un sitio similar en mi casa de Buenos Aires.

Es importante explicar que los objetos que pueblan las bibliotecas también pueden leerse porque las constituyen y completan. En general no están dispuestos al azar, aunque su ubicación responda a motivos difíciles de explicar. La foto de mi madre joven y hermosa semisentada en una mesa de un lugar turístico, por ejemplo, está junto a los libros de Gabriel García Márquez. Es como si ella fuese un personaje que logró escapar de su temprano final, por obra y gracia del realismo mágico. Cerca de esa foto, se destaca un tucán de colores brillantes que compré en Nicaragua. Se muestra orgulloso frente a dos ejemplares de Viaje al fin de la noche de Louis Ferdinand Céline, probablemente el libro que más veces compré y regalé en mi vida. Aunque sé que es una manera extraña de destacar el impacto que me causó su lectura. Más abajo, un alebrije custodia los libros de Antonio Dal Masetto y así en todas las direcciones. No hay estante que no esté gobernado por alguna foto de familia o por un objeto pequeño y entrañable.

En esa biblioteca están también los libros más queridos por mis hijos. El señor de los anillos, de Tolkien —en Buenos Aires me ocupé de reunir la obra completa de este gran creador de mundos—; todos los de Roald Dahl desde Matilda al impiadoso Brujas y las creaciones de María Elena Walsh. Santiago, mi hijo mayor, que fue un lector precoz, tiene allí varios de sus preferidos: Las crónicas del Ángel Gris, de Dolina, y en el otro extremo de la melancolía, la violenta historia de El dragón rojo, de Thomas Harris. En su casa, la misma donde empezó a reunir libros su abuelo, él cultiva su propia biblioteca donde conviven los libros de papel con sus lecturas digitales.

Luciano es devoto de la edición que hizo De la Flor de los cuentos futboleros de Roberto Fontanarrosa. Puro fútbol está dedicado por “el Negro” y dice que “pagó con risas su permanencia en un lugar privilegiado de la biblioteca”. Valoriza una colección de editorial Montena con hermosas ilustraciones, con todo lo que hay que saber sobre Hadas, duendes y elfos, Brujas y Gigantes. Una mención aparte merecen los gruesos volúmenes de la saga fantástica Canción de cielo y fuego, escrita por George R. R. Martin, que tanto interés les despertó a los dos, pero la ausencia de un final —un renuncio inexplicable del talentoso gordo— los hizo pasar de la admiración al rechazo. Adhiero, eso no se hace.

También hay mucha poesía en los más diversos formatos. Son de una etapa en que la devoraba. Destaco los tomos editados por la editorial de la Biblioteca Vigil de Rosario —arrasada por la dictadura militar— como En el aura del sauce, la obra poética de Juan L. Ortiz. Los libros de Miguel Hernández, Paco Urondo, Juan Gelman, Oliverio Girondo, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Alejandra Pizarnik, Tuñón, Mayakovski, Idea Vilariño, Manuel Bandeira, Ferreira Gullar… Están los libros de mis compañeros poetas de Rosario; con algunos nos dedicamos a pintar versos de autores desaparecidos o exiliados en las paredes de la ciudad desafiando la censura. Conviven con los libros de los poetas del folclore: Hamlet Lima Quintana, Armando Tejada Gómez, Manuel J. Castilla, Jaime Dávalos. Y los libros de mis amigos poetas de Brasil. Y tantos más.

En esa biblioteca se cruzan libros de historia y de política por derecha y por izquierda (desde José Luis Romero a Jorge Abelardo Ramos y desde Félix Luna a Eric Hobsbawm). Leídos siempre teniendo en cuenta la advertencia del maestro Mario Trejo, “de dos peligros debe cuidarse el hombre nuevo / de la derecha cuando es diestra / de la izquierda cuando es siniestra”. Allí quedaron algunos de mis autores anarquistas preferidos, pertenecen a mis años de estudiante universitario cuando el pensamiento libertario me había seducido. También hay ensayos y biografías. Tengo especial cariño por dos muy diferentes: Timerman, de Graciela Mochkofsky, y Vida de un ausente, la biografía de Juan Bautista Alberdi, de García Hamilton. En mi casa de Buenos Aires pude armar una biblioteca solo de biografías, ordenada por el nombre del personaje. Con algunas hazañas: tengo todas las que se escribieron sobre Ernesto Guevara.

No me gusta prestar libros, pero ante la insistencia suelo hacerlo. Creo que se puede contabilizar como uno de mis defectos. Los de Rosario tienen una suerte de seguro, no solo están asentados en una planilla, también viajan identificados con un sello que dice: “Biblioteca Sietecase”. La marca de tinta tiene una explicación: si no alcanza para evitar un latrocinio, al menos que genere cierta culpa. Debo reconocer que no hemos tenido que lamentar pérdidas graves.

A la vez, quiero aprovechar la escritura de este texto para confesar, con vergüenza, que una vez robé un libro. Hacía poco tiempo que me había instalado en Buenos Aires para trabajar en la revista Veintiuno y, en una reunión con colegas y amigos nuevos, vi en la biblioteca de la casa donde se realizó el encuentro el libro El criador de gorilas de Roberto Arlt, la sencilla edición de Losada de 1945. Había leído El juguete rabioso, Los siete locos y Los lanzallamas, pero no conocía esa colección de cuentos ambientada en el norte de África. No sé qué me pasó, no pude resistirme, y el libro se vino conmigo para hacer más amables mis primeras noches del exilio porteño. Empezaba el nuevo milenio. En los meses siguientes no solo compré la misma edición del libro pensando en devolverlo, sino que adquirí las obras completas de Arlt, uno de mis autores preferidos. Coincido con la definición de Julio Cortázar de que la literatura argentina es una moneda con una cara luminosa: Borges, y una oscura: Arlt. Les pido que sean indulgentes. Prometo devolver ese libro, alguna vez.

Mi biblioteca porteña tiene un cuarto de siglo y fue creciendo de manera exponencial. Seguramente duplica a la de Rosario. Una pared cuando vivía en San Telmo, dos cuando me mudé a un departamento antiguo en Once, cinco muebles de distintos tamaños en el ph que ocupo actualmente en el límite entre Chacarita y Colegiales. Los libros están ordenados alfabéticamente, pero no tuve energía para clasificarlos y ficharlos. Alguna vez será. Ahora se suceden en dos bibliotecas de pared completa con estantes blancos y otras tres más chicas.

En una suerte de altillo que funciona como cuarto de invitados habilité una biblioteca solo para biografías. Allí también exhibo, con orgullo, los 23 tomos de La Biblioteca de Mayo, la antológica edición que el Senado de la Nación publicó en 1960 en base a los documentos facsimilares de la Revolución. Me advirtió de su existencia el maestro Osvaldo Soriano, él la utilizó numerosas veces como fuente de sus relatos patrios. Es uno de mis tesoros.

En esta casa mis autores preferidos están con sus obras completas o casi. Aira, Arlt, Baricco, Bayer, Borges, Bolaño, Bradbury, Camillieri, Carroll, Chandler, Conti, Cortázar, y así hasta la Z. Mucha literatura. Aunque hay libros de periodismo, historia, filosofía y política hace un tiempo prefiero leer ficción. Desde que vivo en la Capital, llegué a finales de 1998, mi trabajo periodístico es muy intenso y necesito aire. Si bien ya no trabajo en gráfica, la variante más alienante y apasionada del oficio, hago radio por la mañana y una columna en televisión. A veces me siento intoxicado de información y para los momentos de lectura prefiero los cuentos y las novelas. Además, hace poco más de veinte años comencé a escribir narrativa de ficción y considero que la escritura de literatura necesita de ese mismo insumo. Mi decisión es tan firme que, cada tanto, cuando decido aligerar el barco, me desprendo de libros que militan en la no ficción. Algunos se los voy regalando a personas que creo pueden darles mejor utilidad que yo y otros los dejo en una caja de libros que está instalada frente a la plaza San Miguel de Garicoits.

Aquí también tengo mucha poesía. No solo están los libros que compro; como hace una década leo poesía en mis programas de radio, recibo libros de manera incesante. En algún momento llegué a reunir unos 700 ejemplares. Pero en la última mudanza, y en medio del caos del traslado, decidí donar apróximadamente la mitad de esos libros a la Biblioteca Evaristo Carriego, que cuenta con una muy buena colección de poesía. Con una cifra más manejable, los bardos que se quedaron aquí están ordenados por autor y en un mueble específico. Junto a un dibujo de Fernando Pessoa y a una foto de Juanele, fumando en una larguísima boquilla, tengo a mi entera disposición una suerte de arsenal listo para dinamitar el autoritarismo y la estupidez.

Ahora que mencioné la foto del poeta entrerriano, debo decir que no es la única. Tengo fotos de varios de mis escritores queridos, colgadas en las paredes de la casa, como si se tratase de parientes. Capote, Cortázar, Trejo, Lemebel, Gelman y Soriano vigilan mis movimientos. Son mis santos laicos.

La última de mis bibliotecas está en la habitación, junto a la cama y al alcance de la mano. Es la biblioteca de pendientes. Están los libros que quiero leer en lo inmediato. En general contiene nuevos o viejas ediciones que quiero releer y que antes se iban acumulando en la mesa de luz, en el piso o debajo de la cama. Un día decidí que merecían una pequeña biblioteca. Conseguí una perfecta, como para albergar unos 150 o 200 ejemplares, también blanca. Allí están las obras recientes de Paul Auster, Stephen King y Murakami, junto a las nuevas novelas de autores argentinos, algunos de mis amigas y amigos.

Entre las relecturas, tengo a mano un ejemplar de La peste, de Camus, que llegó al cuarto en pleno avance del covid; La balada del café triste, de Carson McCullers, y Los casos del comisario Croce, de Piglia. Allí no faltan los poetas que van rotando bajo la luz del velador; ahora tengo Chicas en tiempos suspendidos, de Tamara Kamenszain, la reedición de Mirad hacia Domsaar, de Lamborghini, y Tráfico/Estiba, de Boccanera. También reina en este mueble El tigre en la casa, una historia cultural del gato, el maravilloso libro de Carl van Vechten, indispensable para entender por qué es necesario compartir las bibliotecas con nuestros felinos.

La gran pregunta es: ¿por qué seguir acumulando libros cuando se puede acceder a todo de manera virtual? Lo explica muy bien Byung-Chul Han: un coleccionista es lo contrario de un consumidor. Y con los libros se expresa claramente. “La mano del propietario da a un libro un rostro inconfundible, una fisonomía. Los libros electrónicos no tienen rostro ni historia. Se leen sin las manos. El acto de hojear es táctil, algo constitutivo de toda relación. Sin el tacto físico, no se crean vínculos”. Dicho de otra manera, sin caricias es imposible el amor. Las bibliotecas responden a esa necesidad esencial y nos definen.