domingo 28 de abril de 2024
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Adelanto de «Si Auschwitz no es nada», de Donatella Di Cesare

Si en la inmediata posguerra el negacionismo se presenta como una empresa de higiene ideológica destinada a limpiar las marcas del gran crimen europeo, en el siglo XXI se ha ido convirtiendo en una forma de propaganda política que involucra diferentes esferas de modos cada vez más insidiosos y violentos. Ya no es solo un intento de interpretar la historia del pasado sino también una amenaza a la comunidad interpretativa del futuro.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

El nuevo negacionismo

1. El negacionismo es una forma de propaganda política que en los últimos años se ha extendido por el espacio público, involucrando diferentes esferas y asumiendo modos cada vez más insidiosos y violentos. Por tanto, sería un error subestimar su importancia, es decir, los efectos que, más allá de la forma de interpretar la historia del pasado, amenazan a la comunidad interpretativa del futuro. Basta pensar en la reciente y desconcertante negación de la pandemia, que no es reducible a los extremos, por no hablar de los que ridiculizan o trivializan la emergencia climática. Los casos son muchos y variados. Ahora podemos hablar de una verdadera historia del negacionismo en el siglo XXI, que aún está por escribirse. En su rechazo a la “versión oficial”, en su jactanciosa búsqueda de “información alternativa”, el negacionismo deja entrever el dispositivo conspirativo que constituye su matriz. Por eso, solo considerando sus vínculos con los fenómenos que lo preceden y fundamentan, en primer lugar el poderoso mito de la “conspiración judía mundial”, podemos intentar comprender el alcance devastador del negacionismo actual.

A pesar del modo en que se ha diseminado, hay, sin embargo, una continuidad. El negacionismo está estrechamente ligado a la Shoá. Se produce de hecho en ese contexto. Contrariamente a lo que se cree, no es un oscuro residuo del pasado, sino un nuevo fenómeno que ha crecido, se ha desarrollado y se ha consolidado desde su primera aparición. No hay que imaginar el camino del negacionismo como una desviación que se cierra, una trayectoria que se reduce hasta la extinción. Es exactamente lo contrario, el final de un ángulo que, una vez abierto, aún no ha alcanzado su máxima intensidad.

2. Para entender el auge y la extensión del negacionismo es necesario distinguir diferentes fases. La primera es la que surge ya hacia el final de la Segunda Guerra Mundial.

Los primeros en negar el delito son los mismos criminales. La cancelación preventiva forma parte de la política de aniquilación de Hitler. Al finalizar el conflicto, los nazis destruyeron las cámaras de gas de los principales campos de exterminio: Bełžec, Birkenau, Chełmno, Sobibór y Treblinka. Se conservan, en parte, los de Majdanek y Auschwitz I.

Las acusaciones de “mentiras”, “fraude” y “falsificación de la historia” ya aparecen en la inmediata posguerra. La estrategia se reproduce en todas partes, especialmente donde se ha cometido el crimen o donde no falta la complicidad. En general, se cree que 1945 marca un antes y un después, que representa un corte. Este no es el caso. La persistencia prevalece sobre la interrupción.

La Europa en la que la llamada “cuestión judía” ha encontrado una “solución final” y que, por lo tanto, está ahora judenrein, purificada en la mayoría de sus territorios, no ha abandonado su antiguo odio. Pero el antisemitismo parece obsoleto, demasiado ligado, como está, al genocidio. Persiste bajo otras formas, proliferando bajo nuevos disfraces para sortear el descrédito que lo ha golpeado, la censura que lo menoscaba. Por lo tanto, es necesario actuar como si no hubiera pasado nada. La negación es el mejor camino. Lo que habría tenido lugar no es nada, o casi nada, y no hay ningún lugar de exterminio. Se intenta anular la aniquilación. Así es como, en un solo movimiento, la Europa antisemita puede absolverse de toda culpa, allanando el camino para esas nuevas y antiguas formas de odio que, desde el antijudaísmo hasta el antisionismo, se ciernen sobre su futuro. Se señala con el dedo a los judíos: son ellos, de hecho, los que difunden los “rumores sobre Auschwitz”. Y tendrán que responder por ello.

Desde el principio, el negacionismo es una cortina de humo para el antisemitismo, una pantalla pseudocientífica para protegerse de las acusaciones. La burla, el escarnio, el sarcasmo se alternan en una estrategia destinada a minimizar, redimensionar y, finalmente, negar lo ocurrido. La intención evidente en la primera fase es rehabilitar el pasado eximiendo al nazismo de toda culpa, exonerando al fascismo de toda complicidad en el genocidio de los judíos de Europa. Esto solo es posible borrando el crimen más indigno y aborrecible: la industrialización de la muerte en los campos de exterminio. Durante años y décadas, las cámaras de gas estuvieron en el centro de la negación. Una vez declarados inexistentes esos lugares, fruto de la invención, del “montaje técnico”, la historia del fascismo y del nazismo puede escribirse de otra manera, ocultando los “episodios más indigestos”, es decir, el crimen contra la humanidad. Y, sobre todo, puede evitarse que Europa, después de Auschwitz, lleve la marca del Zyklon B de forma indeleble.

3. Condenar a Hitler exigiría una reelaboración del pasado. Y en 1945 no hay tiempo para eso. Es más fácil disimular la victoria, ocultar los resultados obtenidos. Por el contrario, fue una derrota completa, al igual que la victoria sobre el fascismo. De ahí surgió el mito político, aún vivo y poderoso hoy, de la necesaria, ineludible y evidente derrota del  nazifascismo. Para una Europa democrática que podría sentirse chantajeada, cuya paz  podría verse socavada, las cámaras de gas son un detalle molesto que solo concierne a los judíos y que debería considerarse en el contexto de la gran masacre de la guerra, los millones de muertos y los numerosos crímenes cometidos.

Pero entonces ¿quién ganó realmente? ¿Y quién fue realmente derrotado? Muy pronto, estas preguntas conducen a una primera y decisiva inversión de papeles. Son los alemanes los que han sido derrotados por la guerra. ¿Quién puede dudar de esto? Si se mira más de cerca, son las víctimas de una “desgracia” inmerecida, un castigo anormal, que compromete el destino de Alemania al impedir la misión a la que ha sido llamada: la defensa de Europa, la salvación de Occidente. Los aliados tendrán que responder ante el Tribunal de la Historia por esa fechoría de dimensiones planetarias, ese escándalo que amenaza a Alemania. Se trata de una fechoría que corre el riesgo de ser pasada por alto en silencio, cubierta por denuncias altisonantes de “crímenes” fantasmas que, en términos de gravedad, no pueden ni siquiera acercarse al verdadero crimen cometido contra el pueblo alemán. Detrás de los aliados, de esas fuerzas de ocupación, sean rusas o estadounidenses, se pueden ver los emigrantes que regresan, los extranjeros que regresan, los judíos que pueden dar rienda suelta a su “venganza”. Los judíos son los verdaderos ganadores.

La inversión de papeles es pronto un hecho consumado. Los judíos son nazificados, mientras que los alemanes son judeizados, una inversión que se verá reiterada con éxito en otros contextos. Los exterminados en los campos fueron incluso privados de su lugar como víctimas. Por otra parte, se conservará durante mucho tiempo la imagen de Alemania como “madre pálida”, violada, ocupada, devastada y agotada, pero no definitivamente derrotada, dispuesta a replegarse en su propio otoño, esperando que vuelva su hora en la historia.

En cuanto a los judíos, son los vencedores incluso en este nuevo bellum judaicum. Y lo son por varias razones. Para que el exterminio se considere como tal, tendría que haberse llevado a cabo hasta el último judío. Y, sin embargo, hay sobrevivientes que pretenden contarlo. ¿De qué hablan entonces? ¿Qué calumnias inventan para perjudicar a Alemania y ensombrecer a toda Europa, haciéndose pasar por víctimas? La sospecha es que están aprovechando los “rumores” sobre las cámaras de gas a su favor, para seguir tejiendo los hilos de su dominación. Aquí radica la “venganza” aún no consumada de estos “timadores”.

4. El así llamado “mito del Holocausto”, que está en el corazón del negacionismo, se desarrolló ya en los primeros años en diferentes líneas y con diferentes motivaciones o, más bien, pseudomotivaciones. Precisamente porque estaba empezando a hacerse evidente el papel decisivo de los sobrevivientes, esos pocos que volvieron de los campos, se nulificó su testimonio, hasta volverlo vacuo.

La aniquilación previa del testimonio, que debería neutralizar cualquier acusación y privar a la víctima de la palabra, incluso antes de los argumentos, es, sin duda, uno de los capítulos más repugnantes y odiosos de la negación. Los afectados son precisamente los sobrevivientes que resistieron para contarlo y cuya vida posterior se dedicará a contarlo para resistir. Pero ¿se les creerá? Los repetidos golpes de quienes niegan recaen sobre los sobrevivientes de los campos, a los que todavía los persigue la burlona advertencia de los verdugos, que Primo Levi resumió así: “Ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar, el mundo no le creerá”. Aquí tampoco hay que pasar por alto la continuidad de las dos empresas: aniquilar y negar.

Sin embargo, la credibilidad del testigo se ve socavada no tanto por la monstruosidad narrada, sino por la propia lógica del crimen. Fue Jean-François Lyotard quien lo denunció en su libro Le Différend, publicado en 1983. Algunos de los pasajes están tomados de conocidos negacionistas, cuya estructura queda así expuesta.

En algún lugar habría habido campos de exterminio de los que nadie había oído hablar, campos en los que se habría llevado a cabo el crimen contra la humanidad, el gaseado. Pero ¿cómo estar seguros? Las pruebas son escasas: en muchos campos no hay ni siquiera la sombra de una cámara de gas y en otros no hay más que escombros, además, a menudo, manipulados. Si no hay una escena del crimen, es dudoso que el propio crimen haya tenido lugar.

A menos que haya alguien que testifique. Aquí es donde se abre la lógica perversa: o bien el testigo ha pasado por la cámara de gas, ha experimentado el dispositivo de muerte en su propio cuerpo, en cuyo caso no debería poder hablar porque ya estaría muerto; o bien, si el testigo habla, si aún está vivo, no es creíble y aquello de lo que habla no es de una cámara de gas. La fiabilidad del testigo residiría en su propia muerte, pero un testigo muerto no puede declarar.

En otras palabras, el negacionista solo acepta como prueba de la cámara de gas la víctima reducida a cenizas, cuyo testimonio es obviamente imposible. Si, por el contrario, un sobreviviente hablara de ello, se trataría ni más ni menos que de un falso testimonio. Con la artera alternativa entre, por un lado, el testigo integral, es decir, la persona gaseada e incinerada, y, por otro lado, el falso testigo, es decir, el sobreviviente, los negacionistas parecen conseguir dos objetivos a la vez: hacer que la cámara de gas no se pueda probar y socavar la fiabilidad de los testigos. Las víctimas que no han sido reducidas a la nada, los pocos e imprevistos sobrevivientes, son condenados a no ser creídos. Estas pseudomotivaciones se repiten a lo largo de los años y las décadas.

El negacionista pide a los aniquilados que den cuenta de su propia aniquilación. Y le dice al sobreviviente: la aniquilación no tuvo lugar, de lo contrario tendrías que haber sido aniquilado. Romper esta lógica perversa del crimen se convierte en una
necesidad absoluta. Mientras surge la extraordinaria importancia de los recuerdos individuales para la reconstrucción del exterminio, el valor del testimonio, tomado en su complejidad, se convierte en objeto de una amplia reflexión que, más allá del orden jurídico, implica a historiadores, filósofos, escritores y poetas. A este respecto, es imposible no mencionar a Paul Celan, quien, en un famoso verso del poema “Aschenglorie”, resume el significado del testigo: Niemand zeugt für den Zeugen, “nadie testifica por el testigo”. Su palabra es insustituible; su responsabilidad, irrevocable.

El sobreviviente no es un sobretestigo, llamado en cuanto que tercero por encima de las partes para probar los hechos, sino que es el que ha sobre-vivido, dejado atrás, cuya obligación es hablar en nombre de los terceros que ya no están. Su voz se hace eco de los gritos de los hundidos, de los jadeos de los moribundos, del silencio de los aniquilados. En su testimonio sobreviven más allá de las cenizas, en sus palabras existen para nuestra memoria. Ser testigo es traducir, llevar más allá y, en cierto sentido, también generar. El sobreviviente lleva consigo al aniquilado, reenvía a su ausencia, lo llama a la vida. Precisamente porque va más allá del abismo de la nada, su palabra es tan temida por el que niega.

El testimonio no puede ser tomado por una prueba objetiva, cuya verdad se impone por sí misma, sin necesidad del otro. La palabra testimonial hace la verdad, la articula arrancándola del silencio y confiándola a la escucha. El otro es decisivo. Es por lo cual el testimonio no puede ser archivado y, para ser tal, no puede cesar de testimoniar. De ahí su fragilidad y su fuerza: si está expuesto a todos los ataques, y sin defensa, no puede ser sustituido por ninguna prueba.

Serán los sobrevivientes los que se enfrenten a la ola de negacionistas. Incluso desde un punto de vista retrospectivo, puede decirse que el enfrentamiento hizo época en esa “era del testigo” decisiva no solo en la reconstrucción histórica, sino también en la reelaboración del pasado. Como líderes de la conciencia democrática, capaces de responder al exterminio construyendo una memoria común, los sobrevivientes pronto se convirtieron en víctimas de una vil propaganda negacionista. No por mero odio, sino más bien por el papel clave que desempeñan. Cuanto más hablan los testigos, más son atacados, intimidados, ridiculizados, tildados de “falsificadores” por un negacionismo que se preocupa menos por rehabilitar el nazismo y el fascismo que por hacerse pasar por una búsqueda de la verdad.

Emblemático es el caso de Shlomo Venezia, un antiguo miembro del Sonderkommando de Auschwitz-Birkenau que fue obligado a trabajar en las fábricas de la muerte de Hitler en el crematorio. Su testimonio, que llegó con dificultad a principios de la década de 1990, tiene la ventaja de quienes vieron el dispositivo de exterminio dentro de las cámaras de gas. Desvelar este secreto, que para los nazis debería haber terminado con el Sonderkommando, lo convierte en el objetivo privilegiado de los negacionistas, en un temido testigo excepcional.

Si Auschwitz no es nada
Contra el negacionismo
Publicada por: Katz Editores
Fecha de publicación: 09/01/2023
Edición: primera
ISBN: 978-84-15917-63-2
Disponible en: Libro de bolsillo

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