viernes 26 de abril de 2024
Cursos de periodismo

«La máquina cultural», de Beatriz Sarlo

En La máquina cultural, Beatriz Sarlo cuenta tres historias: la de Rosa del Río, hija de inmigrantes formada en la Escuela Normal a principios del siglo XX, que llega a ser maestra y luego directora; la de Victoria Ocampo, emblema de la élite cosmopolita, que rompe con las reglas más bien conservadoras de su clase de origen para incorporarse a la nobleza de las artes y las letras; la de un grupo de jóvenes cineastas que una noche de 1970 filman cortos de vanguardia, experimentales, osados, y enfrentan el repudio de sus pares que, desde un proyecto militante, los tildan de frívolos.

¿Qué tienen en común estas historias para componer un libro tan particular? Ante todo, la maestría de narrarlas de modo que cada una hable por sí misma, eligiendo el registro que más conviene al “mundo” propio de los distintos personajes. Así, Beatriz Sarlo recupera la voz de la maestra para entender, en primera persona, hasta qué punto ella se enorgullecía de la institución que representaba, la única dotada de autoridad para impartir valores morales y patrióticos a los alumnos, y a qué extremos era capaz de llegar para cumplir su misión. Así también, compone un perfil complejo y atrapante de Victoria Ocampo, y encuentra en su interés por la actuación, que supone apropiarse de palabras ajenas, la clave de su estilo y de su vida, marcada por el desplazamiento, la traducción, la relación intensa, apasionada, dramática, con textos y autores extranjeros. Por último, se vale de la crónica coral para contar el devenir de un involuntario happening en los años setenta, las discusiones más difíciles y acaloradas entre la vanguardia estética y la vanguardia política.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

3- La noche de las cámaras despiertas

The Making: Reconstrucción a varias voces

Fue como un sinfín.  Después de que se tiró la primera bola y se empezó a filmar no se paró más: se filma, se revela, se compagina.  No dormimos en tres días.  Se trató de hacer y se hizo.  No importaba que las películas se pasaran diez veces y se destruyeran.
Jorge Valencia

Me preguntaron si me sentía capaz de inventar una historia que se filmaría esa misma noche.
Alberto Yaccelini

Filmé media hora, sin ensayos, lógicamente, porque la actriz tenía que ir a la improvisación; luego edité quince minutos, porque en realidad sólo había que hacer dos pegaduras, o algunas más porque la parte de las fotos pornográficas tenía más montaje, pero en media hora habremos terminado.
Dodi Scheuer

Lo que voy a contar parece realmente muy extraño.  Sin embargo, sucedió.  En una noche y una mañana, veinte personas vinculadas con el cine produjeron, filmaron y compaginaron seis, siete u ocho cortos en 16 mm.  Al día siguiente, los llevaron a  Santa  Fe y los proyectaron en un acto político.  Todo terminó en una batalla campal provocada por un malentendido gigantesco.

Era el año 1970, noviembre de 1970.  Alberto  Fischerman tenía una productora de cine publicitario,  Top  Level, donde trabajaban algunos de los jóvenes que protagonizaron esta historia.  Carlos  Sorín era asistente de dirección en tránsito a director de fotografía;  Miguel  Bejo, asistente, y  Cacho  Giordano, jefe de producción.  Rafael  Filippelli y  Luis  Zanger tenían otra productora de cine publicitario, a pocas cuadras de la de  Fischerman.  Todos eran amigos.  Carlos  Sorín también fotografiaba los cortos publicitarios dirigidos por  Filippelli y  Zanger.  Julio  Ludueña y  Dodi  Scheuer se juntaban varias veces por semana con los integrantes de esas dos productoras: todos trabajaban en publicidad, todos andaban con una cámara encima y, eventualmente, disponían de película.  Los lugares de reunión eran la oficina de  Fischerman, en  Maipú al 800, el bar “ La bola loca”, en  Maipú entre  Paraguay y  Charcas, y la oficina de  Filippelli, en  Córdoba y  Reconquista.

Sobre estas calles y bares había regido el padre de las vanguardias sofisticadas de los años sesenta: el  Instituto  Di  Tella, frecuentado por una izquierda, criticado por otra, aborrecido por  Onganía y sus fuerzas de seguridad.

Algunos recuerdan que, en un clima de camaradería entre gente bastante joven (los mayores tenían entonces treinta y dos años, y los menores, veinticuatro), se había establecido una especie de grupo informal de trabajo cinematográfico o por lo menos un espacio para la discusión de proyectos.  Fischerman ya había estrenado  The  Players versus  Ángeles  Caídos, un film que lo puso en el centro de la vanguardia cinematográfica local.  La vanguardia, por otra parte, era la marca estética del grupo: todos admiraban a  Godard, a  Cassavetes, al  New  American  Cinema; todos eran más o menos amigos de  Alberto  Ure, el director que más lejos había llegado en la experimentación con actores; muchos se psicoanalizaban en la clínica de  Fontana, el lugar chic donde dirigentes políticos de la nueva izquierda, intelectuales y artistas realizaron las primeras experiencias argentinas con alucinógenos.

A dos miembros de ese grupo,  Fischerman y  Filippelli, recurrieron los integrantes del  Instituto de  Cinematografía de la  Universidad  Nacional del  Litoral.  Un miércoles de noviembre, llegó a  Buenos  Aires  Raúl  Beceyro, profesor de crítica e historia del cine y reciente graduado del  Instituto de  Santa  Fe, para comprometer colaboraciones porteñas en un gran acto público contra la censura de proyectos y el cierre con los que la  Universidad del  Litoral tenía amenazado al  Instituto.  Se trataba de una asamblea-congreso en  Santa  Fe, que luego se llamó  Primer  Encuentro  Nacional de  Cine.  Beceyro sólo aspiraba a que se hiciera presente una delegación de  Buenos  Aires.  La cuestión traía cierta urgencia porque el acto iba a tener lugar tres días después.  Sin detenerse a pensar,  Fischerman comprometió a casi todo el mundo: “ Por supuesto que nosotros tenemos que estar presentes, pero dado que será una reunión donde está en juego la censura del cine y nosotros somos cineastas, la mejor manera de colaborar no es a través de la palabra, ni de un escrito, sino con películas; vamos a filmar hoy o mañana para estar el sábado con ustedes en  Santa  Fe”.

Fischerman había improvisado una respuesta que comprometía a un grupo entero: se llevaría una especie de manifiesto fílmico de vanguardia a un  Instituto de  Cine, el de  Santa  Fe, donde todavía sobrevivía la épica documentalista y social de  Fernando  Birri.

De allí en adelante, el impulso no se detuvo: era miércoles a mediodía y había que llegar el sábado con los films a  Santa  Fe.  Las productoras publicitarias de  Fischerman y de  Filippelli, con sus jefes de producción  Luis  Zanger y  Cacho  Giordano, suspendieron todos los trabajos y se concentraron en la preparación de una jornada nocturna de filmación.  Desde el restorán, donde la delegación santafesina miraba con esperanzada desconfianza los movimientos un poco espectaculares de  Fischerman, se averiguó en qué momento podían contar con cámaras, baterías, luces, un estudio donde filmar y stock de película virgen, que finalmente fue  Dupont blanco y negro reversible de 250  ASA.  Todo el mundo descontaba que  Carlos  Sorín iba a fotografiar la mayoría de los cortos que se hicieran.  Se avisó a  Jorge  Valencia, editor con cabina de compaginación en los  Laboratorios  Alex, que la máquina se ponía en marcha.

Casi de inmediato se resolvió que, para evitar el copiado de los negativos, se filmaría en película reversible de 16 mm, de modo que los films pudieran compaginarse directamente con el original.  También se resolvió que serían películas mudas: “ Sin sonido, la posproducción era mucho más rápida; pero también nos entusiasmó la idea formal de hacer películas mudas”.  Beceyro y la delegación de  Santa  Fe juzgó estos primeros movimientos como quien depende de un grupo de vanguardistas temerarios (un grupo porteño finalmente): “ Tengo la sospecha de que se fueron de allí pensando que habían caído en manos de psicóticos”.

Durante esa tarde, la oficina de  Fischerman se convirtió en cuartel general del proyecto, al que, en pocas horas, se sumaron  Dodi  Scheuer,  Julio  Ludueña,  Jorge  Cedrón,  Alberto  Yaccelini y  Miguel  Bejo.  Quizás uno o dos más.  No era cosa de decirse “nos vemos mañana”, porque no había tiempo y tenían que montar una producción de urgencia.  Los directores usaron el oficio aprendido en el cine publicitario y las tareas se dividieron de modo que el proyecto tuviera productores, fotógrafos y editores profesionales: no se trataba de un grupo de aficionados enloquecidos donde cada uno hace cualquier cosa, ni de una experiencia donde se desconocieran los saberes del oficio.

Por el contrario, los directores comunicaron al jefe de producción sus necesidades.  Giordano, desde la oficina de  Fischerman, armó la producción de por lo menos cinco de los cortos, uno de los cuales, el de  Miguel  Bejo, planteaba problemas extraordinarios por la complejidad de sus treinta metros de escenografía. “ Era una situación impulsada por gente muy delirante pero que, al mismo tiempo, garantizaba la factibilidad, porque todos trabajábamos como profesionales: uno se podía ir a dormir tranquilo porque sabía que las cosas pedidas iban a estar listas, como si fuera una película de publicidad.  No se trataba de un montón de estudiantes sino de gente que se pasaba la vida filmando.  Podíamos fallar por falta de tiempo, pero todo iba a estar perfecto, básicamente por la habilidad de la gente de producción.”

A las pocas horas se habían conseguido los estudios de  Rental  Film, en la calle  Cerviño y  Sinclair, para la noche siguiente: el jueves, a partir de las seis de la tarde, el estudio iba a estar copado por el proyecto que comenzó a llamarse “la noche de las cámaras despiertas”.

El miércoles a la noche todavía nadie había dicho qué sería su film.  Sólo se sabía que ocho o diez directores iban a filmar cortos de nueve o diez minutos al día siguiente; que esos cortos se iban a revelar y compaginar el viernes, y que el sábado iban a ser proyectados en un acto político-cultural en la ciudad de  Santa  Fe.

El jueves, los teléfonos no dejaron de sonar.  Fischerman se comunicó con  Tito  Ferreyro, el único actor de su película;  Filippelli se encerró a buscar citas de  Marx,  Sartre,  Engels,  Godard y letras de tango para los carteles que se intercalarían en la suya;  Scheuer tuvo que convencer a un publicitario para que le prestara el libro de fotos pornográficas que iba a usar en la escena donde actuaría su mujer,  Irma  Brandemann;  Ludueña inspeccionó la entrada del cine  Cosmos, que iba a ser uno de los escenarios en su película;  Marcos  Arocena (que no hacía cine, pero se incorporó al proyecto “porque tenía una idea”) le pidió a  Filippelli que emplazara la cámara para filmar un número de danza moderna;  Miguel  Bejo enloqueció al jefe de producción,  Giordano, con la exigencia de un decorado atiborrado de cosas e interrumpido por un vidrio gigantesco;  Luis  Zanger también hizo producción, mientras imaginaba el guión de su propio film.

Se buscó la película virgen, se aseguró la cámara de  Sorín y alguna otra.  Alguien, de pronto, se puso a calcular y se dio cuenta de que, si los cortos se filmaban uno detrás del otro, el tiempo no iba a alcanzar para terminarlos todos.  Esto quizás era evidente desde el principio: se trataba de una experiencia que utilizaba al máximo los saberes aprendidos en la publicidad, pero, como fuera, era una experiencia radicalmente nueva por los plazos de realización, la ausencia de capital y la cantidad de directores implicados.  En total se iban a filmar unos ochenta a cien minutos de película, de manera tal que la mayor parte de lo filmado fuera utilizable en el montaje: es decir que se tenía que filmar rápido y sin equivocaciones.  Filmar rápido, de todas formas, implicaba preparación del decorado y de la luz de varias tomas por corto.  Hecho un cálculo, se decidió que, en una noche, sólo podría filmarse todo si se hacía no sucesiva sino simultáneamente. “El estudio tenía que ser la escena de varias partidas simultáneas.”

Rental  Film tenía una galería grande, un estudio más chico y un playón al fondo.  Había por lo menos dos cámaras, una  Arriflex y una  Bolex.  Durante las doce horas de esa noche, cada director necesitó una iluminación particular para su película.  Carlos  Sorín debía iluminar todo el estudio y, también, poner luces para las diferentes escenas de todos los cortos (menos uno, ya que  Juan  Carlos  Lenardi fotografió el de  Ludueña).

Se ocupó todo el espacio: en el centro, el decorado monumental de  Miguel  Bejo; a la derecha, en una módica superficie de tres por tres,  Dodi  Scheuer;  Fischerman en una especie de depósito.

A las ocho de la noche, en  Rental  Film había por lo menos veinte personas.  Los directores  Fischerman,  Filippelli,  Ludueña,  Cedrón,  Bejo,  Scheuer,  Zanjer; los dos fotógrafos,  Sorín y  Lenardi; el jefe de producción  Cacho  Giordano; los editores  Jorge  Valencia y  Alberto  Yaccelini (que también iba a hacer su corto); un periodista,  Marcos  Arocena, que quería que le filmaran su idea de filmar a  Marcia  Moretto bailando;  Marcia  Moretto y un chico, hijo de ella;  Irma  Brandemann y  Tito  Ferreyro, los actores; algún electricista.

“Hubo mucho desnudo esa noche;  Bejo se paseaba desnudo y fumado;  Marcia  Moretto bailaba desnuda; creo que  Ferreyro estaba desnudo en la película de  Fischerman.  Era como una fiesta, un happening, donde todos veíamos las filmaciones de los otros.”  Era sin duda una filmación caótica donde la gente entraba y salía: “Recuerdo la llegada de  Cedrón, con un grupo de gente y un mozo de chaquetilla blanca que empujaba un carrito con bebidas”.  Hubo, también, dos salidas espectaculares rumbo al hospital, que subrayaron la cualidad delirante de la actividad que, al mismo tiempo, estaba frenéticamente absorbida en los films.

La película de  Bejo requería de un largo travelling hasta encontrar un vidrio, que  Bejo rompía con un martillo mientras seguía filmando: “ En esa época estaba muy de moda la idea de que los directores hiciéramos cámara, para sentir la cámara en el cuerpo, sentir el plano: la idea de que el cameraman era un invento burgués.  Eso vendría de  Jean  Rouch y de la onda del cine directo”.  Posiblemente por eso,  Bejo hacía cámara en su película y, además, quería romper él mismo, con su propia mano, el vidrio que, destrozado, iba a dejar paso libre para que la cámara siguiera avanzando.5  Algunos trataron de convencerlo de que la toma era demasiado complicada como para que la misma persona que debía filmar la rotura del vidrio fuera quien lo rompiera.  Bejo sostuvo que todo se convertía en una mentira si el vidrio lo rompía otro que no fuera quien llevaba la cámara, porque se trataba de una “acción fílmica” (como un action painting) y no, meramente, del registro de la rotura de un vidrio.  Con el martillazo, uno de los pedazos del vidrio cayó sobre el brazo de  Bejo y le cortó una vena.  Sorín rescató la cámara y, por supuesto, terminó la escena a la que le faltaban por lo menos cinco metros de recorrido.  Bejo se fue al hospital y volvió a la filmación, algunas horas después, con el brazo en cabestrillo y rastros de yodo sobre las vendas. “En esa noche de ficción, el accidente tuvo el peso de lo real.”

Pero allí no terminó.  Marcos  Arocena, después de que se aceptara su idea de filmar a  Marcia  Moretto bailando desnuda y de encontrar quien se la filmara, cayó al suelo doblado en dos por un ataque al riñón.  Este incidente tampoco interrumpió las filmaciones, que siguieron mientras alguno se encargó de retirar a  Arocena del estudio.

“No había un orden de filmación, se filmaban varias cosas al mismo tiempo.  Si alguien hubiera podido tener la visión de lo que estaba sucediendo, hubiera visto una multiplicidad de sets adentro del mismo set, extrañas partes de un decorado donde se estaban filmando películas diferentes.”  Sorín corría por todos lados, pero, de todas formas, se sabía que toda la noche estaba por delante y que ni siquiera el amanecer podía complicar las cosas.  Con los brazos cruzados y en silencio,  Fischerman paseaba por el estudio; después, se sentó en un banco y discutió largamente con el actor de su película.  En algún momento,  Ludueña salió para buscar un dibujo de  San  Martín que  Cedrón necesitaba.  Dodi  Scheuer le dio unas pocas indicaciones a  Irma  Brandemann; después de filmarla, ella terminó sollozando y él le agradeció esa escena que era irrepetible, dado que el happening de la noche signaba también el suceder de la actuación.  Los carteles de  Filippelli estaban pegados un poco por todas partes y él filmaba el registro de las otras filmaciones, con la luz de  Sorín y preguntándole a cada rato qué diafragma usar.  A  Yaccelini, el menos experimentado en la dirección, se lo presionaba, de manera quizá condescendiente, para que terminara rápido.  Zanger, que había planteado una película simplísima, con solamente dos cortes, ayudaba en la producción del resto.  Quizás  Edgardo  Cozarinsky,  Rogelio  Chomnalez o  Bebe  Kamin pasaran también por los estudios esa noche del jueves que terminó el viernes, al amanecer, con la filmación de  Fischerman, encerrado con  Ferreyro en el depósito de herramientas y escenografía.

De madrugada,  Giordano y  Valencia, por turnos, fueron llevando las películas a los laboratorios  Alex.  En uno de esos viajes, la policía detuvo el  Citroën de  Valencia y sólo después de una discusión larga se evitó que se abrieran algunas de las latas de película no revelada.  El material entraba durante la noche para que pudiera salir revelado esa mañana o, en el peor de los casos, después de mediodía.  Por el camino, a  Sorín se le traspapeló una de las latas de la película de  Scheuer y esa misma mañana se filmaron nuevamente los planos perdidos, que siete meses más tarde  Sorín encontró en el baúl de su auto.

Los directores fueron después a las cabinas de montaje de  Valencia (que editó todos los cortos que llegaron a  Santa  Fe) y de  Yaccelini, donde, sin interrupciones, se compaginó hasta terminar.  Algunas películas quedaron en este tramo del proceso.  Alguien retiró la suya; no se compaginó el material de  Marcos  Arocena con  Marcia  Moretto; nadie sabe si  Cedrón terminó su película; otra fue descalificada por el resto.  Quizás hubo alguna discusión en las moviolas.

Finalmente, a  Santa  Fe se llevaron los cortos de  Fischerman,  Zanger,  Scheuer,  Filippelli,  Bejo y, seguramente, el de  Ludueña.

Salieron para  Santa  Fe esa misma noche del viernes, sin dormir y continuando el happening, en el  Citroën de  Jorge  Valencia,  Fischerman,  Filippelli y  Zanger.  El  Citroën alcanzaba con esfuerzo los setenta kilómetros y la cantidad de horas que llevó el viaje fue extraordinaria.  Habían pasado sólo dos días desde la promesa hecha a los organizadores del acto contra la censura.

 

Los films

Es imposible recordar en abstracto.  Hay cosas que uno recuerda porque recuerda lo que ha visto y otras que uno recuerda según cómo filmaban las personas.
Rafael Filippelli

Fue un acto de la ortodoxia contestataria.  El trabajo de esa jornada tenía que ver más con  Jonas  Meckas y la impugnación del  New  American  Cinema a la industria, que con  Bergman.  Nuestros diálogos giraban alrededor del lenguaje.  Y lo de esa noche fue un ejercicio de lenguaje.
Carlos Sorín

Las películas de esa noche ya no existen.  Lo que voy a hacer es la reconstrucción hipotética de cada film, incluyendo también las versiones contradictorias que afloran en los recuerdos de quienes los filmaron, actuaron en ellos, los compaginaron o los vieron.6  Las películas de esa noche no llevaron la firma de sus directores.  Tampoco se presentaron como producto de un colectivo que hubiera trabajado en “equipo”, sino que se sabía, durante la filmación y en la proyección, quién había sido el responsable de cada uno de los films.  Es necesario, entonces, reconstruirlos individualmente porque tuvieron, además, una marca estética personal.  Fueron, por cierto, films de autor.

El film de  Alberto  Fischerman.  Jorge  Goldenberg, que estuvo en el acto de  Santa  Fe porque había sido alumno del  Instituto de  Cine, recuerda que el film, de unos nueve minutos, “comenzaba con un plano general del actor,  Tito  Ferreyro, frente a cámara.  Ferreyro pide un segundo (con gestos, porque la película era muda), y comienza a desvestirse.  Se desnuda por completo y, cuando parece dispuesto a hablar, le vendan los ojos, lo amordazan, le tapan los oídos; quiere gesticular y le atan las manos; mueve las piernas y se las atan; intenta manifestarse con el pene y se lo amarran al muslo.  Por último, le queda la nariz; hay un plano de la nariz de  Tito  Ferreyro, un plano corto, contrapicado, enseguida entra una mano con un broche de ropa y se la cierra”.

La película de  Fischerman, recuerda  Rafael  Filippelli, “trabajaba sobre el orden de la privación.  Nunca se ve a quienes lo atan, sólo se ven manos.  Eran planos relativamente cerrados.  El actor cae al piso y muere en una posición fetal, que evoca a la muerte de  Cybulski en  Cenizas y diamantes.  Fischerman usó un broche de ropa para provocar la muerte, en lugar de una bolsa de plástico o una mordaza, porque la estética de la película era la de un distanciamiento absoluto, prescindiendo de cualquier elemento de verosimilitud que evocara hechos de la realidad.  Por eso el broche, que daba efectivamente la idea de algo no real desde el punto de vista realista.  Fischerman filmó la ‘operación no se respira’ eligiendo la distancia conceptual, sin recurrir a representaciones documentalistas de los actos de la dictadura militar.7  Desde el punto de vista formal,  Fischerman trabajaba (como ya había trabajado en  The  Players) con la discontinuidad.  No había elementos de transición entre una acción y la otra, sino cortes directos, sin planos de mediación temporal.  No se evocaba el transcurso del tiempo, sino que se usaban, a lo  Godard, cortes de una cosa detrás de la otra, con saltos sobre el eje.  No se mantenía el mismo plano de cuerpo entero, sino que se mostraba el plano adecuado a cada una de las acciones que se estaban filmando.  Fischerman jamás hubiera tenido la idea de filmar todo en un plano abierto; hubiera buscado, como lo hizo, el plano propio de cada situación, fragmentando el cuerpo del actor y evitando una narración donde el tiempo fluyera”.

El actor del film,  Tito  Ferreyro (que en esa época trabajaba con  Alberto  Ure en su taller de teatro, dato que lo prestigiaba entre los directores del grupo), piensa hoy que las cosas sucedieron de manera diferente: “ Al principio, planteamos el corto de modo tal que yo estuviera vestido de mecánico, con un overall.  Cuando faltaba poco para que empezáramos a filmar,  Alberto  Fischerman y yo estábamos sentados en un banco en el fondo del estudio.  Entonces le dije: ‘ Alberto, esto no es verdad, porque yo no soy mecánico, yo tengo que estar vestido con pantalón y camisa’.  Alberto entendió mi objeción y decidimos que yo estuviera vestido con pantalón y camisa.8  No me desnudaba en este film.  El desnudo que yo hice fue en  Opinaron, la película de  Filippelli que se filmó al año siguiente.  Aunque había mucha gente en el estudio, para filmar su corto  Alberto cerró la puerta de un cuartito que se usaba como depósito.  Sorín iluminó el lugar con dos lámparas de mil; puso la luz y se fue.  Adentro sólo quedamos  Fischerman, que hizo cámara, yo y  Cacho  Giordano, que era quien me ataba.  Tengo la imagen de la cámara recorriendo mi cuerpo, pasando sobre cada uno de mis múscu los, y ese múscu lo se iba muriendo.  En un momento,  Fischerman me dijo: ‘¿ Sabés qué sería bueno?…  Que cuando te terminen de atar y amordazar, eyacules’.  Pero, cómo lograrlo, porque no era cosa de cortar el plano y dar la eyaculación por montaje.  Eso nosotros no íbamos a hacerlo porque nuestra obsesión era que las cosas fueran verdaderas.  El nivel de participación actoral era muy alto en estas películas, porque no se trataba de contratos profesionales, sino de llevar adelante una idea.  Este era el pacto”.

El film de  Dodi  Scheuer.  Scheuer recuerda perfectamente su film.9  El corto tenía una estructura de tres partes. “ La primera era como una especie de ejercicio de actuación, en el sentido de lo que a mí siempre me ha gustado hacer con los actores, que es indicarles sólo una misión a cumplir y, luego, no marcarles absolutamente nada.  No dirigirlos: pedirles algo que los coloque en situación de actuar y ver qué sale.  Como yo estaba casado con  Irma  Brandemann, una actriz que, en esa época, tenía cierta fama underground y era muy buena (había sido alumna de  Fessler, había trabajado en  Palos y piedras, la primera obra dirigida por  Ure, y después fue asistente de  Ure en  Atendiendo al señor  Sloane), la elegí a ella para esta primera parte.  El ejercicio que le propuse a  Irma se me ocurrió a partir de una conversación en una agencia de publicidad, donde un director de arte hizo un comentario sobre un libro pornográfico que él tenía.  Le pedí que me lo prestara y tomé el libro para la escena.  Irma se sentaba a una mesa, y se ponía a hojear un libro, pero del libro no se veía sino un borde: mujer sentada, mirando un libro.  Hice un plano de todo lo que dio la película en el chassis de la cámara, un plano de cuatro o cinco minutos.  Ella no sabía de qué se trataba.  Se sentó, yo le di el libro y le dije que lo hojeara y eso fue lo que filmé, sus reacciones frente a un libro que el público no veía en ese plano, ni ella conocía de antemano.  El libro era una porquería de aquellas, un libro finlandés o sueco, bastante raro entonces en  Buenos  Aires: presentaba una historia de bestialismo de sarrollada con fotografías.  Dentro de los niveles de lo pornográfico, era como el extremo último de la degradación hasta tal punto que las mismas imágenes alcanzaban una especie de cualidad mítica, como de cuento de mitología griega contado por  Graves.  En fin, se trataba de la relación sexual de una mujer rubia y muy linda con un chancho gigantesco.  No era simplemente pornográfico, excedía la fantasía común.  Entonces, en ese primer plano largo, registré la reacción de  Irma, que realmente se conmovió ante las imágenes del apareamiento.  Después venía una secuencia, que tendría veinte segundos, donde se veían las imágenes del libro, como fotos fijas.  Y finalmente, un tercer plano con otra foto:  Omar  Sharif caracterizado como  Che  Guevara para el film de  Richard  Fleischer; como estaba muy bien hecha y además había una  Gestalt  Guevara, nadie se daba cuenta de que era  Omar  Sharif.  Todo el mundo pensaba que era el  Che  Guevara y, por lo tanto, que yo era un monstruo porque mezclaba esas imágenes de lo más degradado con las del ideal revolucionario, al que se sumaba el ideal del macho argentino.  Lo curioso es que nadie se daba cuenta de que era  Omar  Sharif con una barba postiza y una boina.  Si se lo miraba con atención, estaba claro que no era el  Che  Guevara.  Pero viéndolo así de golpe, era el  Che  Guevara.  Me parece que se armaba como un recorrido mitológico: la bella, la cópula monstruosa y, emergiendo de todo eso, el  Che.  En la imagen de  Omar  Sharif disfrazado de  Guevara había un indicio de la falsedad porque se trataba de la tapa de una revista francesa de cine, cuyo título, en el borde superior, podía verse por lo menos parcialmente.  No me acuerdo si era  Première o alguna otra.  Pero el detalle pasaba totalmente de sapercibido10 y la gente sentía una gran indignación porque yo había mezclado imágenes sagradas con imágenes ‘sucias’.

“Nunca se me ocurrió un título.  Yo leía en esa época al lingüista  Luis  Prieto, y lo primero que pensé fue ponerle ‘función de anclaje’ porque me pareció que cualquier título iba a dar una idea de contenido y quería que eso no pasara.  Pero ni siquiera le puse ‘función de anclaje’ para que no hubiera ninguna función de anclaje.  La película tampoco tenía títulos.  Duraría cuatro minutos y medio, de los cuales el plano de  Irma tomaba tres y medio; la foto de  Omar  Sharif unos veinte segundos, en dos tomas porque mientras estábamos haciéndola se terminó el material y tuvimos que hacer otra toma; pegamos las dos y los encuadres no eran iguales, de modo que cambiaba un poco el plano.  Y los planos de fotos pornográficas que, como se ve, no eran tan largos, pese a que resultaron un detonante.”

El film de  Miguel  Bejo.  Cacho  Giordano, que, por las características del corto de  Bejo, debió trabajar intensamente como productor en la preparación del decorado, recuerda: “ Bejo me pidió que armara, en el centro de la galería principal, algo así como un camino de treinta metros, cuyos bordes eran elementos de escenografía que habitualmente se encuentran en un estudio de filmación.  Debía dar el efecto de un estudio de filmación desprolijo, donde todo estaba amontonado: bastidores, algún farol, elementos de decoración, un escritorio, un árbol de papel, pantallas; todo lo que encontré lo puse ahí.  También me pidió un vidrio, que fue provisto por mi padre que era vidriero, un vidrio que debía tener un metro treinta de ancho por ochenta de alto; lo colgamos con dos trípodes con manivelas, justo en el medio del camino.  Fui disponiendo las cosas a lo largo de treinta metros de modo que parecieran un amontonamiento de obstácu los pero, al mismo tiempo, hubiera un camino por donde se desplazaría la cámara.  La única toma, cámara en mano, arrancaba desde adelante y tenía que llegar al fondo, filmando todos los trastos que había a su paso, que estaban iluminados con una luz muy baja pero contrastada”.

Filippelli recuerda que la película de  Miguel  Bejo se llamaba  Foco fijo a dos metros con el cincuenta milímetros o cómo el árbol oculta el bosque (el título provocó una parte del escándalo en  Santa  Fe). “ La cámara avanzaba por el estudio encontrando una serie de objetos cuya imagen probaba que el foco fijo a dos metros muestra algo y esconde otra cosa.  Esa era la idea.  El corto consiste en una única toma, un largo desplazamiento que recorre del principio al fin un camino bordeado de obstácu los.  En el medio, un vidrio que  Bejo rompió con el martillo que llevaba en una mano mientras sostenía la cámara con la otra.  No debía haber ninguna casualidad en la rotura de ese vidrio.  Bejo, que venía haciendo cámara, rompió el vidrio y uno de los pedazos, imprevistamente, cayó sobre su brazo hiriéndolo.  Pero no cortó la cámara, que siguió funcionando.  Sorín se la sacó de la mano, se alejó un poco, buscó el foco, ya no a dos metros, y filmó el accidente, la sangre, la gente que comenzaba a acercarse.”

El film de  Luis  Zanger.  Goldenberg y  Filippelli recuerdan casi exactamente la misma película: un plano de máquina de escribir donde alguien (que no aparecía en cuadro) estaba redactando el presupuesto de un film.  La cámara tomaba frontalmente la máquina de escribir, y podía leerse la hoja donde se iba anotando el presupuesto.  Ese único plano quería mostrar la imposibilidad de un cine que se atuviera al estándar de producción del mercado, probar que sin dinero era imposible hacer films y, también, que el mercado ejercía una censura sobre los films que no se sometían a sus reglas.  Las cifras de ese presupuesto alcanzaban una suma astronómica y, por lo tanto, catastrófica.  Alguien escribía lo que costaba cada uno de los rubros del presupuesto de un film y, al escribirlo, dudaba de la posibilidad de conseguir aquello que estaba presupuestando y lo tachaba, o reducía la cantidad de metros de película, o reducía otros gastos.  Se veía claramente que tachaba cifras, las reemplazaba por otras más bajas u omitía el rubro.  La máquina que volvía a una línea anterior le indicaba, al espectador más o menos experimentado, que la disminución o el tachado de un rubro (vestuario, por ejemplo) marcaba los límites materiales dentro de los que se filmaba.  Se sacaban muchos rubros, se bajaban muchas cifras, pero aun así no se podía hacer la película.  El presupuesto quedaba trunco o algo hacía prever que la película no iba a poder filmarse.  La idea de la película de  Zanger era que todo ocurriera sin cortes.  Si había cortes, estos no tenían importancia formal.

Scheuer recuerda, en cambio, que  Zanger filmó una máquina de escribir mientras iba escribiendo un guión. “El guión que se escribía en la máquina era el de la película que se estaba filmando.  Primer plano: se ve una máquina de escribir y los dedos de alguien sobre las teclas.  Luego, se leía el guión completo que iba de sarrollando, justamente, lo que se veía en la pantalla.  El guión tendría una página o una página y media.  Se sacaba la hoja cuando se llenaba la primera página.  Y cuando se terminaba de escribir, se ponía ‘fin’.  Se escribía, entonces, lo que se estaba viendo.  Toma uno: se introduce una hoja de papel en una máquina de escribir y se empieza a escribir ‘toma uno: se introduce una hoja de papel’, etc.  Todo el corto consistía en un plano fijo de la máquina de escribir y de las dos manos, y detalles intercalados de lo que se iba escribiendo.”

El film de  Marcos  Arocena.  Scheuer atribuye a  Filippelli un corto que registraba un fragmento de danza moderna.  Filippelli afirma que la idea perteneció a  Marcos  Arocena, y reconoce como única responsabilidad haber emplazado la cámara.  Recuerda una galería angosta y larga, con un panorama blanco de fondo y, contra él,  Marcia  Moretto, absolutamente desnuda, bailando.

El film de  Rafael  Filippelli.  El título de la película era ¿ No tenemos la palabra?  De ella,  Cacho  Giordano ha conservado hasta hoy varios carteles,14 escritos a mano, que habían sido colgados, dispersos, por las galerías donde se filmaba.  Las leyendas de esos carteles, sin firma, que luego se intercalaban en el corto, son:

Y estas ganas tremendas de llorar que a veces nos inundan sin razón.

La dificultad no estriba en entender cómo el arte de los griegos está ligado a determinadas formas de desarrollo social, sino en entender cómo aquel arte sigue proporcionándonos placeres estéticos.

Por eso en tu total fracaso de vivir ni el tiro del final te va a salir.

En la sociedad burguesa, la mujer es el proletariado de la familia.

El cineasta debe ser juzgado por su apertura frente a lo prohibido, por su irreverencia frente al poder actual, por la infracción.

Toda obra de arte propone una liberación concreta, a partir de una enajenación particular.

“Quise registrar”, recuerda  Filippelli, “lo que todos los demás estaban filmando.  No recuerdo qué tramos de la filmación registré.  Seguro que no estaba la película de  Fischerman porque yo filmé de noche y recuerdo que  Fischerman filmó de madrugada.  Debía de haber pedazos de la de  Bejo, de  Ludueña, de  Zanger y de  Scheuer.  Yo filmaba amplio: una paronámica incorporaba a dos filmaciones simultáneas, o a una filmación que se estaba realizando con la preparación de la próxima.  O un pedazo de filmación con el fondo de alguien en el decorado que cambiaba cosas para la siguiente película.  Los planos no los recuerdo.  La técnica estaba basada en trabajar desde muy lejos con una lente más bien tirando a teleobjetivo, que diera como resultado que algo estuviera en foco y el resto se de senfocara.  Después, en la moviola, fui intercalando fragmentos de un comercial de  Alka  Seltzer (que yo había filmado como publicitario) de modo tal que algún sonido del comercial cayera sobre las escenas mudas.  El publicitario no funcionaba como enlace entre una filmación y otra, sino que más bien irrumpía en mi registro de las filmaciones (la publicidad invadía cada una de las filmaciones, las bombardeaba).  Filmé los carteles en el estudio y los intercalé en la moviola.  No había un plano con todos los carteles, ni eran fondo de las tomas, sino que estaban a toda pantalla.  O sea que a la moviola llevé esos fragmentos documentales, los carteles filmados y le pedí a  Valencia, el compaginador de mi corto, que me buscara la publicidad de  Alka  Seltzer.  La publicidad era el color de una película en blanco y negro.  Pero además, como el sonido en el cine está retrasado veinte cuadros respecto de la imagen, para que, en la proyección, el sonido sea sincrónico también tiene que estar desplazado veinte cuadros.  Si pegaba imágenes mudas y al lado les ponía imágenes sonoras de publicidad, inevitablemente el sonido de la publicidad iba a caer sobre las escenas mudas, y eso es lo que yo quería.  Mi película tenía un cartel de título: ‘¿ No tenemos la palabra?’”.

Ferreyro la define como una película muda donde sólo tenía sonido y color la publicidad de  Seven  Up y no de  Alka  Seltzer.

El film de  Julio  Ludueña. “Mi película era muy cortita y, como tenía cuatro o cinco planos, también era muy sencilla.  La noche en que filmamos,  Paternostro estrenaba  Mosaico en el cine  Cosmos.  Lo que yo quería hacer llegar a  Santa  Fe (y creo que esto fue motivo de la discusión más fuerte allá) era una pregunta y su respuesta: si se podía escribir un guión y después pedirle al  Estado que lo financiara o si debíamos buscar, en cambio, la manera de financiarlo de otra forma para evitar una contradicción ideológica insalvable.  Dicho en términos de aquella época: que el capitalismo no iba a pagar para que nosotros filmáramos su propia destrucción.

”Mi corto consistía en una toma en la puerta del cine  Cosmos.  La cámara creo que la hacía  Lenardi.  Yo llegué once y media o doce de la noche (la película ya había empezado y el hall estaba de sierto).  Paré el  Citroën que tenía en esa época, bajamos la cámara, rompí el vidrio bajo el que estaba el programa de  Mosaico y lo saqué.  Corte.  Entonces: cine  Cosmos, en una toma fija con paneo, que daba una ubicación del lugar, de los carteles que decían ‘ Hoy estreno’, y luego una segunda toma que se acercaba al vidrio donde estaba el programa.  Filmamos totalmente con la luz del cine y de la calle, salió muy bien, al más puro estilo  Raoul  Coutard.  Creo que todos filmamos así porque estábamos muy influenciados por  Coutard y  Godard.  Nos parecía que esa era la posibilidad que teníamos de filmar.

“En el estudio hice la otra toma: se veía llegar el  Citroën, que apenas ocupaba una esquina del cuadro, yo bajaba y entraba.  Luego iba hacia la cámara y, sin cortes, mostraba cada uno de los elementos de la próxima escena: el libro de  Eisenstein  El sentido del cine, abierto en la partitura de  Alejandro  Nevsky, que es como un desplegable, el programa de  Mosaico que había conseguido en la primera toma, y un rollo de película; después le prendía fuego a todo.  La cámara, quieta, se quedaba con el plano de la fogata hasta que se hacía cenizas.  Creo que la película no tenía título. ”

“Elegí la película de  Paternostro porque era la que se estrenaba ese día y justamente estaba en una posición completamente contraria a la nuestra.  Paternostro era un publicista como nosotros que, en vez de aprovechar el pequeño poder que teníamos y filmar de manera independiente del mercado y del  Estado, lo usaba para tratar de integrarse al  Instituto  Nacional de  Cinematografía.  Mosaico era un discurso absolutamente autobiográfico y superficial, donde, además, se trató de aprovechar alguna figura que podía tener arrastre con el público, como  Perla  Caron.  Fue, naturalmente, un fracaso comercial.  Para mí era el ejemplo de lo que no servía.  Quemé el libro de  Eisenstein porque yo quería transmitir que él también, de un modo u otro, trató de filmar con dinero oficial y terminó mandado por  Stalin a dar clases de cine político de propaganda en la  Alemania de  Goebbels.  Quise mostrar otro camino equivocado: aunque  Eisenstein hubiera inventado todo el cine, ese camino era equivocado.  Nuestra discusión era sobre el camino para llegar a ser autor de las propias películas, y pensábamos que no se podía pedir plata al  Estado para financiar expresiones que estaban en su contra.”

El film de  Jorge  Cedrón.  Julio  Ludueña y el editor  Jorge  Valencia recuerdan vagamente (y son los únicos que recuerdan) la película de  Jorge  Cedrón, cuyo título obviamente paródico era  La hora de los trastornos.  Era una especie de historieta, con dibujos de  Alberto  Cedrón.  Se filmaron esos dibujos (y algunas brevísimas intercalaciones en vivo) que narraban una historia patriótica y social cómicamente próxima a la de  La hora de los hornos; finalmente esa historia no tenía ni pies ni cabeza y nadie sabía cómo salir de ella; entonces llegaba  San  Martín, representado por una imagen trivial tipo  Billiken, y salvaba a todo el mundo.

El film de  Alberto  Yaccelini. “Mi corto, escribe  Yaccelini, empezaba con un matrimonio, representado por  Dodi  Scheuer e  Irma  Brandemann, en un salón (en verdad, un decorado pobrísimo: dos sillones y una mesa).  Desde fuera de cuadro se lanzaba un diario que aterrizaba a los pies de  Dodi, quien lo recogía y consultaba la cartelera de cines.  Había un plano de detalle de un dedo que se detenía en el cine donde se estaba dando  Mujeres apasionadas de  Ken  Russell (algunos desnudos de ese film habían provocado una pequeña conmoción en aquella época).  Se veía luego a la pareja comprando las entradas en una boletería y los encontrábamos luego en la sala (cinco o seis sillas en un rincón del estudio, iluminadas con un efecto que intentaba evocar una proyección).  Para presentar el comienzo de un film puse un start y luego, desde la izquierda, entraba a cuadro  Miguel  Bejo desnudo y sonriente; atravesaba la pantalla de izquierda a derecha, y salía.  La reacción del matrimonio, especialmente de la mujer, era de consternación.  Cortaba a la mano de la mujer que tomaba la de su marido, en busca de protección.  Luego venía el regreso a casa, abatidos ambos.  Verdaderamente no podría afirmar si ese era el final.”

La máquina cultural
Nueva edición de un texto que aún tiene mucho para decir sobre los nudos de nuestra historia cultural, desde el proyecto de “fabricar” una identidad nacional hasta la encrucijada entre arte y política, La máquina cultural es al mismo tiempo un ensayo crítico y literario que se pregunta qué sucede cuando los dispositivos culturales y estéticos tocan un borde, cuando la confianza de quienes se apoyan en ellos se convierte en voluntarismo, cuando algo se sale de quicio y aparecen el malentendido o la sobreactuación.
Publicada por: Siglo XXI
Fecha de publicación: 11/01/2017
ISBN: 978-987-629-755-4
Disponible en: Libro de bolsillo
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