viernes 19 de abril de 2024
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«¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?», de Katrine Marçal

9789873752537

Adam Smith, el padre de la economía moderna, escribió que la razón por la que podemos cenar cada noche no tiene nada que ver con la benevolencia del carnicero o del panadero, sino con la preocupación de éstos por su bienestar personal. El ánimo de lucro hace girar el mundo. Cínico y egoísta, el Homo economicus ha venido dominando nuestra cosmovisión y su influencia se ha extendido desde el mercado hasta la manera en que trabajamos y seducimos. Sin embargo,

Adam Smith cenaba cada noche gracias a que su madre le preparaba la cena, no por egoísmo sino por amor.

Hoy la economía se centra en el interés propio y excluye cualquier otra motivación. Ignora el trabajo no remunerado de criar, cuidar, limpiar y cocinar. E insiste en que si a las mujeres se les paga menos es porque su trabajo vale menos. La economía nos ha contado una historia sobre cómo funciona el mundo y la hemos creído. Pero ha llegado el momento de cambiarla. En este libro, Katrine Marçal se enfrenta al mayor mito de la actualidad y nos anima a terminar de una vez con el Homo economicus.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Capítulo 6
En el que Las Vegas y Wall Street confluyen

Si estás intentando derribar con un cañón antiaéreo un avión que sobrevuela tu posición, no te servirá de mucho apuntar al lugar exacto en el que se encuentra la aeronave en ese momento. Durante el intervalo de tiempo entre el disparo del cañón y el momento en que el proyectil alcanza el avión, este ya se ha desplazado. Lo que has de hacer, en cambio, es apuntar al punto en que el avión estará unos instantes después. Eso es algo que también sabe el piloto; el cual, por tanto, procura volar siguiendo un rumbo tan impredecible como sea posible. Derecha. Izquierda. Izquierda. Derecha.

Quien dispara el cañón puede a su vez oscilar entre la derecha y la izquierda. Si el arma antiaérea dispara en la misma dirección hacia la que el piloto decide virar… ¡pum! El piloto es hombre muerto. Si, por el contrario, dispara en otra dirección, el piloto saldrá ileso. La mejor manera de pilotar es, pues, hacer virar la aeronave de forma azarosa e impredecible de derecha a izquierda. Y la mejor manera de apuntar con el cañón antiaéreo es hacer lo mismo. Tan pronto como el piloto reconozca un determinado patrón en la ráfaga de disparos, podrá aumentar sus probabilidades de escapar. Lo mismo vale, por supuesto, a la inversa; si el que maneja el cañón antiaéreo descubre que el piloto tiende a volar hacia la izquierda, tendrá más probabilidades de dar en el blanco.

El matemático John von Neumann analizó en 1944 la escena anterior como un juego de suma cero entre dos jugadores.1 Da igual que los aviones y los cañones antiaéreos estén operados por humanos o por máquinas. El comportamiento del piloto lo determina la lógica del sistema; no tiene nada que ver con su condición de ser humano.

No importa cuál sea la relación del piloto con su madre, la clase social de la que proceda, el hecho de que un test psicológico le atribuyera un determinado tipo de personalidad o que todavía se avergüence por haber mojado la cama hasta los nueve años. El piloto actuará de la forma calculada por el profesor Von Neumann, bajo la lógica de la situación y las reglas de juego que rigen el encuentro entre dos seres racionales.

Según Von Neumann, en lugar de estudiar los detalles de la vida de las personas, debemos profundizar en lo que las personas tienen en común con los ordenadores. O, más bien, con el gigantesco amasijo de cables, válvulas y cuadros de mandos que por aquel entonces llamaban «máquinas matemáticas» y «cerebros electrónicos». La existencia es una serie de juegos, y las acciones de los participantes racionales están determinadas por un sistema superior a ellos. Pones un pie delante del otro, pero no eres tú quien decides. Alguien te ha dado cuerda y te ha colocado en el tablero. El ser humano, el mundo y el curso de la historia son mecánicos, preprogramados y controlados por fuerzas impersonales. Un vehículo sin conductor. El hombre económico de Adam Smith había evolucionado para encaminarse a toda mecha hacia la era espacial.

El libro Theory of Games and Economic Behaviour, de John von Neumann y Oskar Morgenstern, fue publicado en 1944, y con él nació la teoría de juegos. El hombre económico se transformó en una pieza de ajedrez controlada a distancia. La teoría de juegos inicial hacía realidad el viejo sueño de la ciencia económica: el libro de la sociedad se podía leer de forma matemática y, por lo tanto, todo se volvía comprensible y predecible. John von Neumann estaba convencido de que con el tiempo sería capaz de explicar la sociedad en su conjunto con la ayuda de la teoría de juegos.

Nacido en Budapest en 1903, John von Neumann creció al tiempo que la ciudad pasaba por su época de mayor esplendor, al concentrar a científicos, escritores, artistas, músicos y un buen número de millonarios amantes de la cultura, muy valiosos como mecenas. Parece que ya a la edad de seis años le preguntó a su madre «¿Qué estás calculando?» en cierta ocasión en que ella se había quedado con la mirada perdida en el infinito.

En realidad se llamaba János, aunque lo llamaban Johnny. Su padre era un banquero judío que había comprado un título nobiliario, a pesar de que nunca lo utilizó y lo reservó para su hijo. A la edad de dieciocho años se trasladó a Berlín y luego a Zurich para estudiar química; sin embargo, acabó doctorándose en matemáticas. La Segunda Guerra Mundial se acercaba y, finalmente, Von Neumann se trasladó a Estados Unidos, donde comenzó a trabajar con el austríaco Oskar Morgenstern en la Universidad de Princeton. Morgenstern se hallaba en América cuando Adolf Hitler se anexionó su patria, de modo que decidió quedarse al otro lado del Atlántico. Se decía que el abuelo de Morgenstern era Federico III, emperador de Alemania.

En la primavera de 1945, un año después de la publicación de su revolucionario libro, John von Neumann fue reclutado por el comité encargado de decidir contra qué ciudades japonesas se utilizaría la bomba atómica que Estados Unidos acababa de crear. Von Neumann se había unido al Proyecto Manhattan dos años antes y había trabajado en el desarrollo del artefacto. Era uno de los numerosos científicos húngaros que participaban en él. Cuando se le preguntó por esa elevada concentración, «estadísticamente improbable », afirmó que se trataba de «la confluencia de algunos factores culturales que no podía precisar: una presión externa sobre toda la sociedad de esa zona de Europa central, unos individuos presa de una sensación inconsciente de gran inseguridad y la necesidad de crear algo inusual o, de lo contrario, enfrentarse a la extinción».2 Esa primavera se encargó de supervisar los cálculos para el comité: «La magnitud de la explosión, los daños esperados y la distancia a la que la bomba podría resultar letal».

La primera elección recayó en Kioto. Pero el secretario de Guerra, Henry Stimson, se opuso; la importancia cultural e histórica de la ciudad la convertía en un objetivo «demasiado civil». En su lugar, la bomba fue lanzada, desde seiscientos metros de altitud, sobre Hiroshima a las 8.10, hora local; la llamaron Little Boy («niño pequeño»). La temperatura de cinco mil grados derritió las casas, el viento destrozó puentes y derribó edificios. Miles de personas en llamas, con la piel desgarrada a tiras, se arrojaron gritando al río Ota, donde se ahogaron en pilas de cadáveres irreconocibles. Y luego vino la lluvia radiactiva. Los que sobrevivieron al fuego murieron a causa de ella. En los siguientes meses, la muerte se extendió en círculos cada vez más amplios. Como manchas en la piel creciendo a toda velocidad.

Unos días más tarde, se lanzó una segunda bomba sobre Nagasaki. La Segunda Guerra Mundial terminó y el mundo entró en la Guerra Fría. La teoría de juegos de John von Neumann fue absorbida por el espíritu de la época. O acaso fue al revés. La historia le venía como anillo al dedo al clima político de entonces. El hombre económico se puso la gabardina de espía y se coló en el enfrentamiento entre el bloque occidental y el bloque del Este. La vida o la muerte del planeta parecía depender del siguiente movimiento de ajedrez entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Todo esto era antes de internet y de las redes terroristas transnacionales; los bandos se llamaban a través del teléfono rojo y debatían las posibilidades de aniquilarse mutuamente. De ahí a considerar otras relaciones bajo la óptica del juego de ajedrez había un paso. El futuro estaba firmemente vinculado al siguiente movimiento lógico, algo a la vez claustrofóbico y liberador. Todos somos reos del mismo dilema; todos somos contrincantes, uno en cada extremo de un tablero donde las piezas se mueven de acuerdo con una imperiosa y contundente racionalidad.

Dicen que hay un mundo en el que Hiroshima era inevitable.

Un mundo que las mentes más brillantes del siglo pasado inventaron

y expresaron en términos matemáticos.

La temprana teoría de juegos estimó que la manera de derrotar a la Unión Soviética era devastar el país con armas nucleares en un solo ataque antes de que el contrincante se adelantase y devastara Estados Unidos en un solo ataque. En aquellos modelos económico- matemáticos, no se consideraba en absoluto la posibilidad de que la Unión Soviética acabara disolviéndose sobre un trasfondo de manifestaciones pacíficas, antenas parabólicas, un Papa polaco, un terrible accidente nuclear, conciertos de rock, un dramaturgo checo y unos políticos locales que se negaron a abrir fuego contra las multitudes que, en Leipzig, los lunes pedían el fin del comunismo.

La idea de que la guerra y el conflicto son resultado de cálculos racionales goza de predicamento aún hoy en día. Lo que ocurre es que el campo de juego en el que las grandes potencias echan el pulso ya no se llama Berlín, Viena y Varsovia, sino Kabul, Teherán y Peshawar. Los expertos en teoría de juegos siguen argumentando que, en vez de estudiar la naturaleza específica de cada conflicto, tenemos que evaluar los factores que, independientemente del contexto, hacen que la guerra sea una decisión racional.4 Debemos estudiar la guerra igual que «estudiamos el cáncer», dicen. En lugar de tratar de curar al paciente individual y centrarnos en las características específicas de su caso, veremos cómo se comportan las células cancerosas.

La guerra es racional; de lo contrario no existiría. Y la solución que conducirá a que los seres humanos, en cuanto entes económicos y racionales, dejen de hacer la guerra es simplemente «elevar el coste» de la misma. El hombre económico solo recurre a la violencia cuando no hay una salida más barata. Así que vamos a proporcionársela. Aunque, por supuesto, hay problemas con el punto de partida. Los terroristas, por ejemplo. («No sé lo que quieren, y eso me preocupa », señaló el experto en teoría de juegos Robert Aumann justo antes de ser galardonado con el Premio Nobel en 2005.)

John von Neumann murió en 1957. Además de estar involucrado en el episodio de Hiroshima, de haber contribuido al desarrollo de los modernos ordenadores y de haber lanzado la menos exitosa propuesta de pintar de negro el hielo polar para que Islandia tuviera el mismo clima que Hawái, su teoría de juegos se convirtió en el fundamento de la economía financiera moderna. El doctor Strangelove fue a trabajar a Wall Street.

La ciencia económica, con sus modelos y teorías, durante mucho tiempo había sido ajena a la forma en que los analistas y los comerciantes compraban y vendían en los mercados financieros. Esto fue lo que cambió en los años cincuenta y sesenta. Una empresa vende acciones a fin de ingresar dinero para, por ejemplo, ampliar su negocio, abrir una nueva tienda, contratar a más personas o hacer obras de reforma. Quienes compren las acciones pueden a continuación venderlas en la bolsa a cambio de acciones de otras compañías. El intercambio comercial da lugar a pérdidas y ganancias, el valor de las acciones sube y baja; un valor que a su vez afecta a la capacidad de la empresa para tener acceso al capital. A un nivel de abstracción más alto se sitúan hoy en día, por ejemplo, los fondos índice y los derivados. Si las acciones y los mercados de valores son apuestas por empresas, los mercados de derivados y los fondos índice son apuestas sobre las apuestas. El dinero que se invierte en ellos no se filtra a la realidad de la misma manera que en el caso de las acciones, sino que se reproduce y se refleja a sí mismo indefinidamente.

Los modelos matemáticos pueden hacer que los cálculos de riesgo acerca de estos mercados sean más transparentes y más fáciles de manejar. Es bueno para la economía y para la sociedad. Pero los modelos matemáticos nunca antes habían organizado la realidad de la forma en que comenzaron a hacerlo tras las ideas de John von Neumann. Ello ha tenido consecuencias enormes. La economía financiera se convirtió en algo de gran envergadura. Cuando llegaron los años ochenta, los negocios se hacían basándose casi exclusivamente en reglas matemáticas abstractas. Así como los físicos formulan las leyes de la materia y la energía, la economía financiera intentó formular leyes para las acciones y los derivados.

El problema es que la economía es una ciencia diferente de la física. No es posible formular leyes para la economía de la misma manera que se formulan para la energía o la materia. En física, se puede hacer el mismo experimento una y otra vez y se obtienen los mismos resultados. Si sueltas la manzana, esta invariablemente cae al suelo. En economía no sucede lo mismo. Como el físico estadounidense Murray Gell-Mann dijo en una ocasión: «Imagínese lo complicada que sería la física si los electrones pudieran pensar». El mercado se compone de personas que pueden pensar y que, para más inri, también tienen sentimientos. El mercado no es un juego. O, mejor dicho, no lo es a menos que se lo convierta deliberadamente en tal.

A la luz de la cosmovisión que proporcionaba la teoría de juegos, los economistas comenzaron a estudiar los dados y la ruleta para entender el mercado. Si el mundo es un juego, entonces el mercado financiero podía ser un casino. Parecía lógico. «Wall Street es como un gran casino. El juego es mucho más grande y me interesa mucho más que los juegos que tienen lugar en una casa de apuestas», dijo Edward Thorp.

Thorp era un profesor de matemáticas y jugador de blackjack que acabó trabajando como gestor de fondos de alto riesgo. En 1962 publicó el libro Beat the Dealer, que explicaba cómo aplicar las matemáticas para ganar en el blackjack. Cinco años más tarde vio la luz Beat the Market, que explicaba la forma de utilizar las matemáticas para ganar en bolsa. Los juegos de azar de un casino y el valor de una empresa; Las Vegas y Wall Street. Todo confluyó. Cuando los economistas comenzaron a elaborar sus modelos basándose en los juegos de dados y de ruleta, estaban implícitamente asumiendo que el mercado funciona de la misma manera. En el casino, el modo en que cada vez se lanzan los dados no afecta a la forma en que estos aterrizarán la siguiente vez. La aparentemente inocente suposición de que los mercados financieros funcionan como un casino, implica una suposición de mucha mayor envergadura: que el mercado no tiene memoria. Cualquier inversión o apuesta es completamente independiente de la anterior. Al igual que la ruleta puede terminar en rojo o negro, una acción puede subir o bajar sin influirle lo que haya pasado antes. El mercado olvida y perdona; al día siguiente todo vuelve a comenzar. Estos principios evolucionaron hacia la hipótesis del mercado eficiente, según la cual los precios de los mercados financieros siempre representan la mejor estimación posible de lo que algo vale. El mercado siempre tiene la razón. Por lo tanto, las burbujas no deberían formarse, pero, si lo hacen, el mercado las corregirá. Nadie debe interferir. Este razonamiento se basa en una serie de axiomas. En primer lugar, el de que los inversores y los compradores son totalmente racionales. En segundo lugar, el de que todo el mundo tiene acceso a exactamente la misma información sobre la compra, información que además todo el mundo interpreta exactamente de la misma manera. En tercer lugar, el de que los compradores y los inversores adoptan sus decisiones de forma independiente, sin influencias recíprocas.

Puesto que la información se transmite a tal velocidad, se entiende que el mercado sabe más que cualquier persona en un momento dado. Se supone que es capaz de absorber de forma automática e inmediata toda la información disponible. La mano invisible y omnisciente de Adam Smith crea orden en aquello que de otro modo sería un caos de deseos y anhelos humanos. El mercado se erige en una conciencia colectiva superior que a la vez nos dirige y nos disciplina. Nunca puede estar equivocado, puesto que, al fin y al cabo, el mercado es el resultado de la interminable empresa de evaluar la información disponible en todos los precios y todos los movimientos bursátiles.

Los teólogos han comparado la hipótesis del mercado eficiente con la palabra de Dios.9 Y no es difícil entender por qué. El mercado sabe más que tú, tiene la capacidad de satisfacerte y es él quien decide. En realidad es una vieja fantasía. Pero nunca ha sido llevada tan lejos como en la hipótesis del mercado eficiente. Adam Smith argumentó que cada mercancía tiene un «precio natural» y que todos los precios se ven atraídos hacia dicho precio natural. El azúcar puede, por diversas razones, oscilar según las épocas entre un precio más bajo y otro más elevado, pero, independientemente de las circunstancias, tiende todo el tiempo a su precio natural. La economía nunca se detiene, pues de lo contrario el reloj se pararía. Siempre gira alrededor de un punto de equilibrio, zarandeada constantemente en diferentes direcciones por los intereses en conflicto.

Con el paso del tiempo se desarrolló una teoría matemática para formular este argumento. Los mercados se rigen por la oferta y la demanda; si hay muchos paraguas (una oferta alta) y una baja demanda de los mismos (porque hace sol), el precio de los paraguas se desploma. Si, por el contrario, la oferta de paraguas es escasa (hay pocos disponibles) y la demanda es alta (porque llueve a cántaros), entonces el precio se incrementará.

Esta visión del mercado es más poética que científica. En un mundo estático, la difusión de la información no presenta ningún problema. Toda la información necesaria acabará llegando a la persona indicada, la que sepa cómo usarla. Sin embargo, los mercados reales no funcionan así, con semejante ausencia de interferencias. No obstante, esta es, ante todo, una historia acerca de la perfección inherente a la economía de mercado. Recordémoslo: no queremos vivir como en la antigua Unión Soviética.

Puede ser una historia reconfortante. Al mismo tiempo, no tiene ningún sentido preguntarse si la economía de mercado sería eficaz en un mundo estático en el que todas las personas fueran hombres económicos perfectamente racionales. Si todas las personas fueran como el hombre económico y el mundo, además, fuese algo estático, cualquier sistema económico funcionaría. Si toda la gente tuviera acceso a una información completa y fuera capaz en todo momento de evaluar las últimas consecuencias de sus acciones, la economía se volvería algo tan predecible que incluso podría planificarse centralizadamente desde Moscú.

Por muy sofisticados que sean los modelos matemáticos ideados por los economistas, estos no nos dirán nunca nada acerca de la realidad mientras se basen en supuestos que no tienen que ver con ella. La hipótesis del mercado eficiente ha sido calificada como «el error más sonado de la historia de la economía financiera». El mercado no es una máquina neutral que siempre asigne un precio justo a todo. El financiero George Soros afirma que ocurre precisamente lo contrario: no es que el mercado funcione mal a veces; es que siempre funciona mal. Los que juegan en el mercado entran en el campo de juego con una imagen equivocada, y precisamente esa imagen errónea afecta al desarrollo de las cosas. Solo cuando uno se da cuenta de esto, puede llegar a ser tan rico como George Soros; por lo menos, según lo que dice el propio Soros.

En el mundo de la teoría de juegos, da igual que el avión sea pilotado por una persona que es el blanco de los disparos. Los movimientos del avión entre los proyectiles lanzados por los cañones antiaéreos están determinados por la racionalidad del sistema. Sin embargo, ocurre que los mercados financieros no son sistemas racionales. Se componen de personas. El comportamiento económico es emocional y colectivo, no individual y racional.

La economía no es una máquina que haga rodar mecánicamente millones de piezas independientes entre sí, organizadas de acuerdo con un simple diseño; sistemas racionales en un eterno viaje hacia el equilibrio. Es una red de relaciones, y el único diseño que existe nace desde dentro de la red y solo puede entenderse en relación con el todo.

El hombre económico de las teorías financieras, sin embargo, parece vivir en un mundo donde el tiempo consiste en una serie de incidentes aislados. Un instante muere tan pronto como comienza el siguiente; pasado, presente y futuro están separados. En la realidad, no obstante, los inversores actúan juntos, a la vez cautivos y creadores de la lógica que da a luz los movimientos del mercado. El conjunto sale de las partes, pero no es reducible a ellas. Y el tiempo es una cosa compleja; los recuerdos de lo que pasó ayer y las expectativas sobre lo que va a ocurrir mañana crean el presente. Las expectativas determinan lo que recordamos y nuestros recuerdos determinan nuestras expectativas.

A pesar de esto, las teorías sobre el equilibrio natural del mercado no fueron verdaderamente cuestionadas hasta los años noventa. Eran demasiado elegantes, eso es lo que pasaba. Su sencilla mecánica resultaba atractiva, «sexy» incluso. Resultaba divertido vestirse con unos atavíos de cifras cada vez más complejos. Desde Wall Street hasta las universidades, esto era lo que la gente quería creer. Y así, creyeron a pies juntillas en estas teorías. Hasta el 15 de septiembre de 2008.

¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?
Una historia de las mujeres y la economía.
Publicada por: Debate
Fecha de publicación: 08/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 9789873752537
Disponible en: Libro de bolsillo
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