El historiador francés François Furet (1927-1997) transformó nuestro modo de pensar la Revolución francesa, la historia política contemporánea e incluso la definición de historia política. Este volumen, que reúne textos escritos en su mayoría entre 1981 y 1989, permite articular los dos grandes bloques de su obra, centrados en la Revolución francesa y en la Revolución rusa. Así, puede leerse como una introducción a su propio trabajo, pero también como una interpretación global de las pasiones revolucionarias.
Furet reexamina el ciclo francés desde nuevas perspectivas, y en constante diálogo con las preocupaciones del siglo XX. A la luz del derrumbe soviético, interroga la significación y trascendencia del jacobinismo: ¿pueden disociarse la Revolución y el Terror? ¿La persistencia de la Revolución francesa en la imaginación contemporánea logra explicar la afinidad inicial de las izquierdas europeas con la Revolución bolchevique? Persiguiendo ese gran acontecimiento que no cesa de inquietarlo, Furet compara la Revolución francesa con la experiencia inglesa del siglo XVII y la estadounidense de 1776, a la vez que recupera reflexiones de Tocqueville y Guizot, de Quinet, Chateaubriand y Burke, en cuyos textos encuentra claves para pensar los lazos posibles entre las revoluciones y el despotismo, y para entender las contradicciones de la democracia, en su dramático desajuste entre las esperanzas que genera y las realidades que ofrece.
A continuación un fragmento, a modo de adelanto:
Capítulo 5 – 1789-1917: ida y vuelta
Lo más interesante del Bicentenario es lo que ha sido menos comentado: las circunstancias del acontecimiento. Con eso no me refiero a las modalidades de la celebración sino, por el contrario, a lo que no dependió de ellas: la situación política, la de Francia y la del mundo, en la cual este aniversario, casi demasiado anunciado, en cualquiera de los casos, tan esperado, ha tenido lugar.
Dentro de Francia, la izquierda se instaló de forma duradera en el poder porque terminó con la idea de la ruptura revolucionaria. De nada valdría repetir esta evidencia si no fuera para subrayar que es inseparable de una evolución más profunda, que François Mitterrand ha sabido manejar hábilmente, y cuyas dos características más espectaculares fueron la integración de los católicos y de los comunistas a la política democrática. El primero de esos dos fenómenos tiene sus raíces en la posguerra y su símbolo fue la resolución del conflicto escolar por parte de la Cuarta y de la Quinta República: resolución que los socialistas buscaron volver a poner en entredicho después de su victoria en 1981, pero que sabiamente tomaron como causa propia en 1984 ante la hostilidad provocada por su propia iniciativa. Eso siempre significa que en Francia el voto católico está cada vez menos ligado al voto de derecha, como lo estuvo durante tanto tiempo: es el cierre del conflicto más profundo abierto por la Revolución en la opinión pública nacional y, a la vez, una de la condiciones de la alternancia democrática en nuestro país.
La veloz decadencia de la influencia comunista es otra de esas condiciones. Existen antecedentes muy recientes: el fracaso del modelo soviético, y también motivos internos, tales como la gradual desaparición de la clientela sociológica del Partido Comunista, o la transformación de las costumbres. Pero ese decaer traduce la desaparición de algo tanto más antiguo en nuestra historia, tan viejo como la Revolución misma: la idea mesiánica de un fin de la historia, y del advenimiento de la felicidad colectiva sobre la reconstrucción racional de lo social por la voluntad. Simultáneamente, en el caso católico, la espectacular reducción del electorado comunista señala una integración democrática. Marca el fin del exilio al cual la República, en Francia, condenó al mundo obrero, quien le contestó encerrándose en el bastión marxista-leninista.
Así, el pueblo católico y el pueblo comunista, esos dos cuerpos separados de la democracia francesa se ven cada vez más integrados a la escena pública de la Quinta República, cuyas instituciones ya casi no conocen adversarios. En ese sentido, la opinión pública se alejó de la idea revolucionaria, de modo inverso pero complementario: unos fatigados de detestarla, los otros renunciando a seguir alzando su estima por ella. Así, la idea se vació de su carácter subversivo. Ella simplemente traduce un acuerdo acerca de lo más elemental de nuestra civilización política, es decir, la referencia a los principios de 1789. Se ha convertido en un fundamento, más que en una promesa.
Mediante la enumeración de las conquistas por venir, la izquierda ha querido conjurar esa constatación algo melancólica. ¡Se ha prestado demasiado oído a la letanía de las Bastillas que todavía hay que tomar! Pero esa fórmula es equívoca. Si bien indica que los principios de la democracia son portadores de progreso indefinido, por una parte jamás indica los costos (materiales, políticos o morales); por el otro, evoca la idea de una ruptura revolucionaria que nadie (o casi nadie) tiene en mente y que ninguna de las reformas propuestas implica. Por lo demás, ya que la izquierda está en el poder, ¡que no ataque a estas famosas Bastillas! En realidad, la idea revolucionaria extrae un mínimo de sustancia tan sólo de un estado de desigualdad o de exclusión espectacular. Por eso, se alimenta antes que nada de la situación del tercer mundo, y de aquello que nuestras sociedades conllevan de tercer mundo: los inmigrantes. Aun así, hace falta señalar que la principal referencia de la acción es aquella de la universalidad de los hombres, no aquella de la Gran Noche;* los principios de 1789, no una técnica de toma del poder. Ese acento moral permite medir todo cuanto nos separa del revolucionarismo de los años sesenta y setenta, como si ayer hubiera sido bruscamente borrado, cuando todavía lo palpamos con recuerdos tan cercanos.
Que la Revolución esté cada vez más viva por su mensaje democrático y muerta, por el contrario, como modalidad privilegiada del cambio, puede verse aún mejor fuera de Francia y, especialmente, en los países comunistas; sobre todo, en la Unión Soviética. De allí, además, que la idea de los “derechos del hombre” estuviera de regreso entre nosotros hace diez o quince años, con fuerza, dominante, como un gesto de burla [pied de nez] de la historia a la intoxicación antihumanista de los intelectuales franceses de la época. En efecto, los famosos “principios de 1789” nunca habían caído tan bajo en la opinión de la intelligentsia francesa como después de la guerra, cuando estaba obsesionada a la vez por el partido comunista y por la crítica marxista de la ilusión universalista burguesa. Ese radicalismo revolucionario probablemente no cambió en nada esencial el arraigo de la política francesa en 1789, pero confirió al redescubrimiento de los derechos del hombre el carácter de un retorno intelectual brutal, a través del canal de los disidentes soviéticos.
La Unión Soviética había tomado su inspiración principal de la idea de superar la revolución burguesa francesa. Mediante la revolución de Octubre, había querido instaurar el poder de la clase que sólo tenía para perder sus cadenas: heredera de la vocación mesiánica de la Revolución francesa, representaba la verdad después de la ilusión, abriendo la senda hacia la emancipación de la humanidad. Así, había conservado una identidad en forma y en ambición con el acontecimiento anterior, en tanto deseaba ser su negación radical. Había sido tan universalista como los hombres de 1789, tan voluntarista como los jacobinos pero bajo la bandera de la destrucción del mundo que, según se suponía, había nacido en 1789.
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Ahora bien, medio siglo después de Octubre, lo que resurgió del jacobinismo bolchevique es exactamente lo inverso: la reivindicación de las ideas de 1789 acompañada por el rechazo contra aquello que la Revolución soviética había creído aportar al patrimonio de la tradición revolucionaria: la dictadura política del partido, la ciencia de la historia, la nacionalización de la industria y la colectivización de los campos. En efecto, todo eso ya no nos llega del mundo perseguido de la disidencia soviética, sino del sancta sanctorum del universo comunista, forzado, después de setenta años de mentiras, a la implacable sanción de la realidad. Lo más interesante de la política de la así llamada “perestroika” no es lo que intenta salvar, sino lo que está obligada a decir: el reconocimiento de los derechos del hombre, la virtud de las elecciones libres y el carácter irremplazable de una economía de mercado. Esta política puede fracasar, puede incluso ser derrotada y sucedida por una reacción conservadora del aparato del partido; sin embargo, rubrica de modo perdurable el fracaso material, moral e intelectual del comunismo, abriendo el período de su liquidación (que, desde luego, puede ser largo, bastante largo). Si, de hecho, el porvenir de la Revolución de 1917 se encuentra en los principios de organización social de 1789, ¿cómo podemos salvar algo –lo que fuese– de la iniciativa leninista? Esta última desemboca, finalmente, en aquello que denunció; fue un desvío increíblemente costoso e incluso tan nefasto que los caminos de la libertad están casi borrados.
En simultáneo con la legitimidad comunista, muere una idea que durante mucho tiempo le sirvió de salvavidas: la idea revisionista, según la cual siempre era posible reseñar todo lo malo que había en los regímenes comunistas, subrayando la excelencia teórica del modelo y el carácter execrable del capitalismo. Con eso, el comunismo era mejorable, no así el capitalismo. De fracaso en fracaso, la Unión Soviética iba por la buena senda, mientras que de éxito en éxito los Estados Unidos y Europa occidental estaban condenados a la derrota. Hoy en día, el de sastre es demasiado visible en todos los planos, incluido el de la igualdad, y es demasiado confesado por todos, aun por los herederos directos de Lenin, lo que no deja margen de maniobra a los bricoleurs del comunismo que pueblan la intelligentsia de izquierda. Sobre todo, el actual reconocimiento de la derrota –en Polonia o en Hungría, por ejemplo– se hace en términos que preconizan la salida del sistema, no su reestructuración. Es cierto que esta no es la posición de Gorbachov, y que su esfuerzo tiende más a salvar la dictadura del partido, modificándola, más que a destruirla. Pero incluso en su caso, como se ha visto más arriba, el mantenimiento de una alta dosis de jerga burocrática es contradictorio con lo que deja ver del fracaso de los principios de 1917. Desde Jruschev –quien tuvo el formidable mérito de abrir la caja de Pandora– hasta hoy, hay mucho camino transitado. Basta para dejar en ridículo al interminable séquito revisionista que, desde hace más de treinta años, es furgón de cola del cortejo fúnebre del comunismo mientras que cree festejar la ceremonia de purificación después del parto.
La idea, que tanto tardó en ingresar a las mentes durante este medio siglo y que la historia está en proceso de develar, es muy simple, sin embargo: la verdadera ruptura, la única, aquella que fundó el mundo moderno en el cual seguimos viviendo, es 1789 y no 1917. 1789, con la debida aclaración: no digo que la fecha de la Revolución francesa sea la única a partir de la cual puede marcarse el punto de inicio de esta sociedad inédita que, por ese motivo, llamamos “moderna”. Si se acepta definirla por la soberanía de los individuos sobre sí mismos y sobre su modo de estar juntos, es claro que la historia de Europa occidental y de su apéndice americano da sus primeras señales al respecto varios siglos antes de 1789; y que la historia inglesa –a su manera inimitable– y la revolución estadounidense –un poco más comparable con el ejemplo francés– ofrecen a la Revolución francesa modalidades anteriores. Aun así, los hombres de 1789 dan a los nuevos principios un brillo excepcional, al hacer de una de las más famosas naciones de la época el teatro de la universalidad de los derechos.
Por eso, no es inexacto ni excesivo considerar fundacional y universal el acontecimiento francés, incluso si, como es evidente, muy pronto se mezcló con determinaciones específicas, inseparables de cuanto lo precedió. Lo que posee de universal es lo que él mismo afirma como tal, independiente de las circunstancias que lo produjeron y exponente de una auténtica ambición filosófica de emancipar al hombre en general. Ambición que, es cierto, entra en contradicción con la posibilidad de ser encarnada en instituciones particulares, lo que da noción del carácter caótico y estrictamente interminable del decurso de la Revolución. Pero también, por ese mismo motivo, ambición disociable del desarrollo de los acontecimientos y de su modalidad francesa de aparición en la escena de la historia. Ahora bien, lo que ella hace aparecer en toda su pureza no es otra cosa que el dilema central que desde entonces ha agitado a las sociedades: ¿qué es la comunidad si nosotros somos individuos autónomos? La Revolución de 1917 creyó entonces resolver ese dilema, que redescubre intacto en las ruinas que ella acumuló so pretexto de superarlo.
Exactamente allí el fracaso soviético repercute en la idea de revolución, para disolverla en tanto esta de signa un modo privilegiado de la acción política. En efecto, los bolcheviques se habían inspirado en el decurso de la Revolución para destruir sus principios. Habían querido ser los jacobinos del proletariado para liquidar el mensaje burgués de los “derechos del hombre”. Habían abrazado 1793 como el esbozo de una superación de 1789. Pero hoy en día Rusia –y más claramente aún Polonia, Hungría– se ve ante la senda inversa: se están redescubriendo los derechos del hombre, la libertad de los individuos, los comicios, la ley, para reparar el de sastre nacido del culto de la violencia revolucionaria, convertido en el todopoderoso estado-partido.
Así, por una suerte de broma de la historia, en este fin del siglo XX todo conspiró para instalar el bicentenario de la Revolución francesa bajo el doble signo de la celebración del mensaje de 1789 y del abandono de la cultura política revolucionaria. En Francia, en Europa occidental –para ni siquiera hacer mención del mundo anglosajón, ajeno a la tradición de 1789–, el crepúsculo de la idea revolucionaria está vinculado al triunfo de la idea democrática. Dado que las ideas de 1789 invadieron todo el espacio político y descalificaron cualquier idea contraria, el recurso a la revolución parecía –si no peligroso– inútil. La democracia –Tocqueville fue uno de los primeros en observarlo– favorece de mil y una maneras cierto conservadurismo, y el sufragio universal no es revolucionario. Prácticamente en todas partes de Europa occidental las ideas de la Revolución francesa terminaron por escapar a la maldición que parecía anunciar el decurso de la Revolución francesa.
Es cierto que, en esas ideas, el universalismo democrático y el culto del estado-nación habían alimentado respectivamente utopías sin salida y catástrofes inauditas. Pero sobre las ruinas de esas tragedias, en los cimientos de las sociedades de Europa occidental, sobreviven más que nunca los principios de 1789, finalmente domesticados en instituciones libres. El ejemplo más espectacular de esta evolución puede verse en la manera en que la España posfranquista entró en la democracia. Si uno echa un vistazo a su alrededor, a la Europa no comunista de hoy, se constata que la manera en que las naciones que la integran resolvieron el famoso problema del siglo XVIII –cómo organizar la soberanía de los hombres sobre ellos mismos– conlleva más elementos en común que en ningún otro momento. Un inventario un poco sistemático mostraría la existencia de un origen común, constituido a partir de la separación de la idea democrática y la idea revolucionaria.
Sin embargo, exactamente ese es el objetivo que tienen que alcanzar las sociedades comunistas, en cuanto provienen de una historia completamente distinta. En cualquiera de los casos, es el itinerario que, con más o menos claridad, trazan. En esas sociedades, el objetivo es tanto más difícil de pensar y el camino tanto más difícil de definir. No tanto porque la mayoría de ellas no posean una tradición democrática poderosa y antigua. A fin de cuentas, no la tenían España ni Portugal (ni qué hablar de Alemania). La dificultad estriba más bien en la relación particular, casi obsesiva, que el comunismo sostuvo con la idea de revolución. En efecto, los regímenes nacidos bajo la égida de Lenin no tuvieron ninguna otra legitimidad que esa idea. A partir del ejemplo de la Revolución de 1789 en Francia, nunca se imaginaron como nacidos de una violencia necesaria pero provisoria, y destinada a instaurar la universalidad de la ley. Fundados sobre una pretensión de conocer la historia y, por lo tanto, el futuro, no tuvieron que preocuparse por las leyes, tampoco por las complejas modalidades de su elaboración democrática. Con ellos, la ciencia parece estar en el poder, y se confunde con él. Se llamó “revolución” y, por definición, no tiene punto final: ¿quién pude decir cuándo terminó la Revolución de 1917, e incluso si esta interrogación tiene un sentido? De allí, una doble impasse: los poderes comunistas no pueden renunciar a encontrar su legitimidad en sus orígenes, aunque no posean otro comienzo que no sea el de la dictadura del partido. Y los candidatos a la sucesión, cuando los hay, como en Polonia, no pueden apoyarse en la idea de revolución, que forma parte del arsenal del poder. La salida del comunismo se encuentra entrampada en la mentira del comunismo.
Eso también se ve en otra dimensión, la de las sociedades y las economías. La revolución comunista, que no tiene otro fin que ella misma, y otro juez que lo que ella dice de sí misma, no deja ningún principio en pie. No se define sino por su desarrollo; ahora bien, ese transcurso, en la medida en que lo ha beneficiado una larga duración, como en el caso soviético, ha desgarrado todo el tejido social. De nada vale que Gorbachov invite a los koljosianos a reencontrar el camino de la explotación familiar; predica en el desierto precisamente porque ya no habla a los campesinos, sino a un tropel desmoralizado y pasivo de empleados del estado. Así, la real reforma del sistema comunista implica su abolición; pero salir del comunismo es una operación cuya sustancia, simultáneamente intelectual y social, es muy aleatoria. 1789 había dejado una estela resplandeciente de ideas y de iniciativas. 1917 sólo deja ver un paisaje en ruinas. 1789 había escrito una partitura filosófica que contenía toda la efervescencia de la política moderna. 1917 sólo dio lugar a la necesidad de volver atrás, por entre una tierra quemada.
La revolución del siglo XX, hecha o impuesta bajo la divisa de principios leninistas, no deja nada sobre lo cual reconstruir algo. La revolución del siglo XVIII y de los derechos del hombre había dejado ver, en su caótico desenvolvimiento, muchas infidelidades a sus propios principios; pero había dejado marcas en el terreno y había definido las ideas que para todos, incluso para sus enemigos, iban a constituir la política moderna. La Contrarrevolución tomaba de la Revolución lo que provisoriamente había de fortaleza en ella. Por el contrario, en este final del siglo XX el carácter irreversible del comunismo se revela como una ilusión catastrófica. Ninguna de las ideas leninistas sobrevivió a la prueba de la experiencia, y el rechazo masivo del que son objeto por parte de los pueblos suscita tan sólo un liso y llano retorno a los principios de 1789: retorno aún más intransigente, porque la revolución comunista había sido hecha contra ellos. Así, la supresión del mercado, el fin de la empresa privada y la dictadura del partido único no dejan más que un paisaje de ilusiones y de ruinas, particularmente dramático allí donde el régimen se ha extendido mucho en el tiempo, como en la Unión Soviética. Los estados y las sociedades comunistas ofrecen el espectácu lo inédito de naciones que a cualquier precio deben restaurar lo que habían creído abolir, en caso de no encontrar principio alguno digno de recuperar en su experiencia reciente. Eso confiere un carácter casi patético a su situación presente.
Así, la historia acomete de flanco contra el conjunto de convicciones que ha constituido el patrimonio intelectual de una gran parte de la izquierda que, stricto sensu, va mucho más allá de las filas comunistas. La historia hace marchitar ese ramillete de lugares comunes, ideas según las cuales la democracia abstracta de los derechos no es más que otro rostro de la aristocracia, la burguesía detrás de la nobleza; es otra manera de desvalorizar 1789 en beneficio de otra revolución porvenir, esta vez decisiva. Obliga a las mentes a renunciar a la idea de una nueva tabula rasa y de un nuevo inicio, y a aceptar una modernidad democrática constituida por la experiencia europea de los siglos XVII y XVIII, en cuyo interior continuamos viviendo, hoy más que nunca, incluso y sobre todo cuando creemos desplazar sus límites en nombre de la igualdad. En última instancia esto es evidente, sencillo, fácil de leer en nuestro presente a condición de estar abiertos a él, aunque muchos de nuestros contemporáneos tengan dificultades para concebirlo, al estar prisioneros de un esquema histórico que la historia tiene la impertinencia de desmentir y al que se apegan más que a la realidad.
A falta de una experiencia que evocar, después de haberlas agotado todas, a los intoxicados de la revolución proletaria les resta aferrarse al fantasma de una amenaza liberal contra la democracia, como si pudiese conjurarse el fundamento individualista de la sociedad moderna. Aparentan confundir este fundamento con la idea de que el mercado basta para constituir la sociedad. Esas dos proposiciones no carecen de vínculos recíprocos y podemos encontrarlas juntas, en forma más o menos sofisticada, en varios autores, especialmente ingleses, desde el siglo XVII. Pero también son disociables y Marx, tanto como Adam Smith, es un pensador del individualismo moderno. En comparación con Marx, hemos perdido confianza en la posibilidad de resolver bajo la bandera de la clase obrera la antinomia entre el individuo privado y el ciudadano. Pero por otro lado, ¿quién cree, todavía, después de dos siglos de democracia, que una sociedad pueda agotarse en las relaciones del mercado? Al igual que el encantamiento socialista, la prédica neoliberal no resiste ni por un segundo la observación de nuestras sociedades: incluso los Estados Unidos son, a su manera descentralizada, un gigantesco Welfare State. Lo divertido es que las dos retóricas se confortan recíprocamente en un común olvido de la realidad, y en un ilusorio modo de conjurar aquello que explica el inevitable movimiento de las democracias: la tensión y, a la vez, la complicidad entre la autonomía de los individuos y el crecimiento del estado, en nombre de la igualdad y de los derechos.
Según esa característica tan usual en la escena pública francesa –negar el espectáculo del mundo–, los partidos políticos y los intereses partidarios desempeñan un papel esencial, ya que la derecha y la izquierda deben definirse en términos de beligerancia contractual y no han encontrado nada para sustituir las banderas probadas del liberalismo y del socialismo. En realidad, ya no las separa otra cosa más que su historia y las carreras de unos y otros en el estado. La derecha añora los buenos tiempos del gaullismo, que en sentido estricto ya no eran los suyos; y la izquierda cree devolver a un sitio de honor la fundación de la Tercera República, cuando en realidad se instala en el mobiliario que había juzgado incompatible con el decorado republicano. El stock de atisbos tentativos e ideas simplistas, precarias, que ante nosotros hacen las veces de vida pública, encubre el gran trajín y recambio de objetos, que en esencia genera una crisis profunda e irremediable en una visión de la historia en que todo el mundo tenía sus costumbres, los unos para recordar sus plazos y los otros para combatir esa suerte de fatalidad. De ese teatro abandonado que se ha convertido en un paraíso para la política pura y queda reducido a la manipulación de los hombres, es posible esperar que figuras extravagantes pueblen la escena, tales como una derecha huérfana de gaullismo o nostálgica del partido comunista, un partido comunista reconvertido a los derechos del hombre, un partido socialista nuevo catecúmeno de las virtudes del mercado, o incluso refugiado en el recuerdo de Jules Ferry.
Si el Bicentenario ha sido al mismo tiempo espectacular y precavido, tan teatral y tan vacío de ideas, es porque sin saberlo obedeció a las circunstancias ambiguas en que lo había colocado el azar: festejando la democracia para olvidar la revolución.