martes 23 de abril de 2024
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«Freakenstein», de Sergio Aisenstein

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Sergio Aisenstein tiene una vida de novela. Y la tuvo desde el principio: sus memorias, enredadas en los hilos de la ficción, son un viaje alucinado y misterioso ya desde su infancia. Pasan por sus páginas la contracultura de fines de los años 70, el nacimiento del punk en Europa y el regreso a Buenos Aires con el final de la dictadura para crear Café Einstein y luego Nave Jungla, dos reductos de la noche porteña cuya influencia todavía reverbera.

Amigo y mecenas de músicos como Luca Prodan, artistas y freaks que pueblan la noche, pionero de la contracultura y punk de corazón, sus relatos tienen una cadencia oscura y luminosa a la vez. Tomando a la realidad como trampolín imaginario, Freakenstein da un salto hacia el lado salvaje. Y nos lleva con él.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

12. Nave Jungla: lo sobrenatural

Dedicado a Ariel Battezzati, mi amigo y socio en la Nave.

La historia se repetía. Había creado algo grandioso, el Café Einstein. Pero terminé preso y señalado como gánster por la sociedad. La vanguardia y la contracultura no eran bien vistas en una Buenos Aires gris.

Mis inventos tenían una repercusión social importante, pero la sociedad se obstinaba a declararme no grato.

Solo contaba nuevamente con mi cerebro y mis amigos. Ya era visto como un loco por mi familia y me retiraron todo apoyo. Si había una salida, estaba dentro de mí y tenía que descubrirla.

Me concentré en el mundo de los sueños. Me obsesioné con ellos. Dormía con un cuaderno y un lápiz al lado de la cama, apenas me despertaba, anotaba automáticamente todo lo que recordaba del viaje onírico. Era consciente que eso era una cantera donde encontraría los datos para salir del laberinto en que estaba.

Necesitaba la llave.

Comenzaron a llegar imágenes alucinantes que casi no podía describir. Colocaba carteles por toda la casa para recordarme que mi único objetivo estaba en marcha. Uno de ellos decía: “Algo descomunal está por suceder”.

Quería dormir, no para descansar, sino para hallar lo que necesitaba.

En los mismos sueños aparecían los personajes que participarían: los shows, los enanos, el concepto de freak. Concepto que se extendió más allá de lo físico, y fue llevado a lo psíquico: todos teníamos uno adentro escondido.

Venía golpeado. El Café Einstein me había dado la posibilidad de subsistir como humano después de mi “experiencia” punk. Pude canalizar esa fuerza y sortear las trampas dentro de la sociedad. Pero el trabajo no terminaba ahí. Tenía que ir a lo profundo y excavar hacia escapes nuevos.

Junto a Omar Chabán, habíamos dado vuelta Buenos Aires. En el Einstein nació el nuevo rock, la nueva pintura, fue cuna de cineasta y de escritores. Todas las bandas nuevas habían nacido allí encontraron su lugar y fueron marcados por el Einstein.

Pero eso ya era pasado y había que seguir.

Cuando el Einstein había crecido tanto que era casi imposible de sostener, Omar empezó a pensar en conseguir un nuevo lugar, más grande. Así nació Cemento. Pero yo no quise participar. Quedó muy resentido conmigo por no haberlo seguido, sobre todo porque en el Einstein el rock lo manejaba yo.

No participar, además, era como decir: “No quiero participar de la excavación de una mina donde encontramos oro y diamantes”. Porque era la continuación directa del Einstein. Y detrás de eso venían propuestas de Los Redonditos de Ricota, Sumo hacía su primer Obras. Todos los grandes músicos iban a querer estar.

Los primeros tiempos no me dejaba entrar a Cemento. La primera vez, me hizo entrar Timmy Mc Kern, el amigo y manager de Luca.

Yo no quise hacer nada con el rock. Sabía los problemas que traía. Omar quería hacer el descontrol de un gran lugar, que después de la expansión de la expansión lo llevaría a la implosión.

Y mantuve el Einstein, ya cerrado, abierto clandestinamente durante unos meses como galería de arte para los amigos. Se llamó Babilonia. Ahí expusieron Sergio Avello, Guillermo Kuitca, Diego Fontanet, Alfredo Prior, el norteamericano David Wojnarowicz y mi hermana Liliana, entre muchos otros.

Yo mantuve el lugar vivo. Quería continuar con el proyecto. Pero caí nuevamente preso. Me fui a Brasil a despejarme un poco. Y volví con la idea de un lugar grande, y diferente al Einstein.

* * *

Mientras tanto, yo tenía mi propia banda, con la que éramos bastante conocidos: Hollywood Nunca Aprenderá.

Había formado mi primera banda, Religión Líquida, apenas vuelto de Europa. Yo cantaba. Tocaba Didier, un chico francés, otros dos músicos y el bajista de Lions in Love, José Luis Mc Cartney. Tenía una onda industrial. Duró un año y medio, hasta que abrí el Einstein.

Hollywood Nunca Aprenderá fue una reacción a la clausura del Einstein. Fue crear un espacio para expresarme porque estaba totalmente desesperado. A través de una revista de música, nos conocimos con Willy Manicomio, que luego sería el DJ de la Nave Jungla. Él era el bajista, también tocaba Sebastián Poco Seso en la batería. Tuvimos muchos guitarristas: entre los más importantes estuvieron Ignatz (in memoriam), Lucio Tapia y Lalo Villaclara. Yo era el letrista y cantante.

En una nota que me hicieron en el diario Clarín por la banda, yo decía: “El underground tiene que ver con lo primitivo, lo selvático, lo esencial. Porque es como una defensa a tantas cosas que te quieren tapar, como marcas, delirios, consumos que todo un sistema te quiere meter en la cabeza. Hay como una agresión muy clara. Te quieren llenar de vacíos. Y así se empiezan a perder las cosas salvajes que tenemos adentro, lo primal, ese superviviente de la prehistoria. Yo pretendo estar despierto, atento, como en guardia. Y pretendo, con Hollywood, decirlo”.

El nombre de la banda viene de William Burroughs, de un capítulo de su libro Ciudades de la noche roja que se llama así.

Grabamos varios temas e incluso en un momento nos produjo Daniel Grinbank. Pero nunca sacamos un disco. Era un poco la mística de la banda no hacerlo.

Éramos post punk. Y la gente nos seguía.

* * *

Tenía la necesidad de poner un lugar pronto y el nombre tenía que ser perfecto. Vendría de una frase del poeta Dylan Thomas, de su técnica para escribir.

Las únicas cosas que me interesaban eran las que venían del lado de la mente que no razonaba.

El resto era lo que se veía en las calles, incertidumbre y desesperación.

Estaba solo y lleno de incógnitas.

Escribía en cuadernos palabras sueltas. Luego las unía. Usaba métodos surrealistas y expresionistas para encontrar algo que me impulsara hacia adelante.

En algunos momentos poseía una seguridad absoluta de que iba por buen camino y en otros me sentía un niño perdido en un inmenso bosque. Ariel Battezzati, mi amigo de toda la vida, tenía la casa de sus bisabuelos, en una calle que jamás había escuchado: Nicaragua. Era una casa enorme que había que tirar abajo para comenzar de cero.

Estuvimos casi tres años, entre fines de 1985 y 1988, literalmente construyendo la Nave con Ariel. Fue mi aliado y lo sigue siendo, éramos el Ying y Yang perfecto para hacer y sostener lo que fue la Nave Jungla por diez años, con el nivel de locura y de vuelo que tenía.

La idea de cómo iba a ser el lugar salió de los sueños. Y todo mágicamente empezó a suceder. Incluso conseguimos la habilitación –que parecía imposible– porque descubrimos que antiguamente, en la casa había funcionado una fábrica de cerámica, cuya incidencia sonora es mayor que una discoteca.

Pero volvamos a ese momento. Ese momento donde de boca a boca se empezó a trasmitir que la energía del Einstein iba a renacer. Indagaba por las noches en mi mente dormida, y todo me decía que siguiera adelante.

Solo mi hermana en su momento “entendió” de qué se trataba. Pero a la vez, por entender y conocerme, le daba miedo.

Transitaba el otro lado de la realidad. Nuevamente la locura me salvaba. Las cosas comenzaron a acelerarse. Llegó dinero de una manera inesperada. Y un día –mejor dicho una noche, y nunca supimos cómo– aquella casa lejana de la calle Nicaragua explotó de gente.

La invitación para esa primera noche era un póster que había creado mi hermana Lili. El público llegaba hasta la calle Scalabrini Ortiz y cortaba el tráfico. Era una verdadera locura. Era como si el tejido social hubiese absorbido nuestro nuevo mensaje y venía en su búsqueda.

Todo el Café Einstein colmaba la Nave.

Me paré sobre el techo de un coche y vi la multitud. Era casi increíble.

Todo el viaje por los interiores de mi ser había llegado a la luz.

Nacía la Nave Jungla.

* * *

Nave Jungla fue una venganza.

Todo aquel mundo que vi y me deslumbró desde niño, aquel mundo que filmaba mientras peleaba con los “dueños” de la calle. Aquel mundo que arañé en mi adolescencia y arrojé como un lastre para poder huir a Europa, lo puse como una chispa encendida, y quedó allí para siempre como una llama eterna.

Sí, Nave Jungla fue una venganza.

Mientras peleaba y me escondía, aparecía y desparecía en medio de rufianes y uniformes. Ellos no sabían que en realidad, quería abrirme camino para preservar un universo que nadie veía. Esperaba el momento para sacarlo y dar al mundo la “visión”.

Nave Jungla fue una “caja mágica”, ese es el motivo por el que ya pertenece al inconsciente colectivo. Fue la explosión creativa que nadie esperó que se diera en Buenos Aires.

Los últimos antecedentes en donde las experiencias artísticas tuvieron un nivel importante en el país se vieron en las épocas del Di Tella. Luego, por las razones que queramos suponer, nadie construyó la movilización del espíritu poético como lo hizo el Café Einstein y la Nave Jungla.

Quizás algunos atribuyen que el movimiento del Di Tella no tuvo continuidad por los avatares políticos y la represión que se afianzó en aquellas épocas en la Argentina, pero podemos decir, como contraargumento, que las grandes vanguardias europeas nacieron y vivieron entre guerras, con sus artistas escapando de país en país para no morir. La gran convulsión que provocaron las dos guerras mundiales movilizaron las mentes de los hombres buscando salidas de libertad y liberación.

En lo personal siento haber saciado mi sed. Fue haberle ganado un espacio a la realidad.

* * *

“Una discoteca creada por enanos para gente alta”. Eso era la Nave Jungla.

No podría decir que su estética era cercana al circo, más bien, tenía que ver con las ferias de fenómenos –de freaks– que circulaban por el mundo antes del siglo XX.

Convertimos la casa de los bisabuelos de Ariel Battezzati en el punto de asombro de la ciudad. Soñábamos en grande. Teníamos un secreto único que iba a ser revelado. La manifestación de nuestros sueños. Había una certeza entre el público: la Nave no iba a ser copia de nada. Intuían que a través de este proyecto se iniciaría una nueva etapa dentro del underground de Buenos Aires.

Yo venía de la experiencia del Café Einstein; tenía una gran responsabilidad encima, que era superar la propuesta anterior.

Nave Jungla no fue un lugar. Fue una usina en donde se gestaron muchísimas disciplinas estéticas que se desarrollaron en los años venideros. Nave Jungla fue omnipotente. Un laboratorio extremo.

Lo inconsciente, lo invisible e inesperado, siempre fueron motores que nos impulsaron en aquella versión extraña que plasmamos de lo “real”.

Lo magnífico fue que lo logramos.

Había un brillo y un clima de otro mundo, un mundo que todos buscaban y allí lo hallaron. Quisimos conscientemente hacer un quiebre.

La mezcla de ciencia ficción, con el terror psicológico, y la ingenuidad de los niños, fue explosiva. Era un viaje a lo profundo.

Un invento irreproducible había surgido, sencillamente porque el invento estaba compuesto por todos los seres fantásticos que lo hacían funcionar.

Desde la música, lo teatral, el diseño de ambientes, los colores que utilizábamos, todos los elementos que formaban la puesta en escena ubicaban a los pasajeros en una fluorescencia de un submarino onírico que atravesaba las profundidades de las aguas. Tenía, sin buscarlo, un aroma a las ilustraciones de los viejos libros de Julio Verne: árboles de varios metros de altura, estanques con pirañas, enormes, que a veces dejábamos iluminados en el salón oscuro. Arañas gigantes del Amazonas. El Teatro del Abismo y el salón R.I.P. El clima surrealista llevado a la escenografía de todo el lugar inducía al público a sumergirse en un trance. Era abrir las puertas a otra dimensión.

El viaje al futuro desde un pasado donde se insinuaba un porvenir de máquinas y monstruos.

Bajo el logo, la frase insignia era “Status Viagiatoris”, el status de ser un viajero.

La Nave lo revolucionó todo.

* * *

Ir a La Nave para mí significaba un rito. Llegaba cuando estaba abierta pero aún sin público.

Se destacaba un inmenso candelabro en el centro de la barra que se enroscaba hasta el techo con enormes cadenas de barco e insectos metálicos. Esa sola luz daba un clima espectral, cientos de velas generaban esa terrible incandescencia de castillo, una invasión de llamas de iglesia ortodoxa rusa creaban un ambiente neblinoso.

Adoraba verla vacía y con los freaks que caminaban entre los grandes estanques llenos de peces, bañados por una luz verdosa.

Cada uno de las estatuas de santos que teníamos en el lugar, como todos los objetos, estaba iluminada puntualmente.

Nuestro teatro al estilo romano, con sus telones rojos y sus trenzas doradas transmitía el sabor de una sala teatral del medioevo. Sus columnas eran calaveras de diferentes tamaños y encima estaba el gran cartel de bronce y letras góticas rojas donde surgían las palabras: “TEATRO DEL ABISMO”.

La barra era el cuerpo de un animal prehistórico con dientes de hierro que el escultor Ricardo Longuini había construido especialmente para la Nave, con materiales sacados de un buque hundido en el río.

Sobre el centro del local y cerca del altísimo techo colgaba una enorme araña -un transporte espacial– con decenas de pequeñas bombillas en llamas como las usadas en las iglesias.

Había muchos objetos simbólicos y religiosos, teníamos una capilla –regalo de un anciano– muy antigua y cuyas puertas y confesionarios rearmamos dentro del lugar.

En una oportunidad el arzobispo de Buenos Aires, Monseñor Antonio Quarracino, denunció que dentro de un local bailable se blasfemaban imágenes santas. “Se mezcla la fe con la prostitución y la deformidad”, dijo. Como tickets de barra, usábamos estampitas para canjearlas por bebidas alcohólicas, las comprábamos secretamente junto con las estatuas en una fábrica que conocíamos.

Teníamos un frasco enorme lleno de esos ojos artificiales que les colocan a las estatuas de santos. Me encantaba saber que esas miradas vacías podrían haber sido adoradas.

Esa noche, después de la denuncia de Quarracino, hicimos un rápido operativo con un amigo y sacamos todos los objetos sacros.

Cuando llegaron el viernes siguiente no encontraron absolutamente nada, solo un montón de enanitos bailando. La Nave era un desierto.

Al otro día, nos regalaron un montón de trofeos de caza y volvimos a decorar Nave Jungla con cabezas de jabalíes, de elefante, de ciervos. Con el tiempo, volvimos a poner los santos de nuevo.

Para entrar al lugar se pasaba por una especie de laberinto con una luz tenue, como un tren fantasma, en donde los pequeños duendes entregaban a modo de entradas, grandes tornillos para los hombres, tuercas inmensas para las mujeres, y las piezas enroscadas cuando era una pareja. A la salida del túnel un gnomo las tiraba en un barril de hierro que provocaba una detonación fortísima.

Absolutamente todo estaba pensado para que se disparara una fiesta apenas llegaba la concurrencia. Todas las noches explotaba, y uno de los problemas que tuvimos era manejar esa afluencia y no permitir desmanes.

La única solución que encontramos fue aumentar los precios de las admisiones. Yo, oculto, dirigía a los de seguridad: este entra, este no. A los artistas los dejaba entrar. Después ya sabían cuál era el público que pertenecía a la Nave.

* * *

Existía el mito de ir “colocado” para poder “captar” todo lo que La Nave quería transmitir.

Se generaba una gran cantidad de información al combinarse los shows con la música y, sumado a eso, el diseño del lugar, los animales, los carteles de textos con frases estrambóticas –“El Enano Físicoculturista: Un Sexo Enorme en un Cuerpo Diminuto”. “Mamá, Mamá, no quiero realidad, quiero Nave-Nave”– y las locuciones mías que describían casi lo indescriptible, llegaba a un punto que solo con la risa podías responder ante semejante espectáculo.

Antes de terminar la noche preparábamos al público. La música se lentificaba y se los regresaba paulatinamente a la realidad.

Se armaba un clima de libertad, un clima de expansión de la conciencia.

Pasaba un fenómeno curioso, la gente salía modificada, algo en ellos se había transformado.

La fiesta cambió la conciencia a más de una generación.

Sí, estaba lo inhumano que se esconde, lo feroz que se disimula y lo sexualmente exuberante que se niega.

Aquello que el hombre pide vivir por formar parte de una naturaleza que le es negada. Por eso lo llamábamos “EL ESPECTÁCULO SOBRENATURAL”

* * *

Cómo describir cada noche en la Nave Jungla.

Cómo describir cada noche en que actuaba Batato Barea.

Él haría un show en mi casamiento con Bettina Figueroa, la madre de mi amada hija Sol. Lo conocía desde hacía mucho tiempo: era cadete, antes de ser conocido como Batato, de una empresa donde mi hermana trabajaba como diseñadora. Después, cuando empezó sus shows en la Nave, ya era Batato Barea. Y era impresionante.

O cómo describir las performances de mi querido amigo Alejandro Urdapilleta, únicas y estremecedoras. Era un artista inmenso. Se disfrazaba de novia y hacía unos monólogos alucinantes, medio shakesperianos, con una calavera con la que jugaba como un objeto erótico.

O los shows de Omar Chabán, en nuestro Teatro del Abismo. Una noche pusimos un ataúd sobre unos bancos, y Omar dentro, pintado de blanco como un cadáver. Alrededor, lleno de velas. Hicimos un velorio. Cuando el lugar explotaba de gente, Omar se levantó y asustó a todo el mundo con un monólogo impresionante. La gente se moría de miedo.

Los seres que nos visitaron fueron, con certeza, todos especiales. El cartel en la puerta decía: “Teatro Mágico solo para Locos”

Así también nos llegaban los objetos: como el San La Muerte tallado en madera, tamaño natural, que trajeron Hilda Lizarazu y Tito Losavio. Nadie lo quería ni tocar. Tuvimos que pagarle a alguien para que se lo llevara.

Generalmente los shows los soñaba… y luego de alguna u otra manera aparecían freaks que me contaban: “Yo me clavo vidrios y como clavos” o cosas de esa magnitud onírica.

Así, una noche llegó como si nada un hombre de aspecto simple con un saco verde y un pequeño portafolios rojo. Me miró con unos ojitos de gorrión asustado y habló:

–Señor yo soy un lanzacuchillos profesional, vengo del Amazonas y me gustó el cartel de la puerta…

En aquella época, yo vivía exclusivamente para la Nave. Fueron diez años de concentración en lo extravagante, y atraía como un imán los casos más raros.

Al hombre del que les hablé terminé llamándolo el “Hiperparásito”. Trabajaba en la Nave con su mujer. Una hermosa india albina del Brasil.

Ella tenía los ojos blancos. Hablaba un idioma extrañísimo lleno de letras que le salían de la panza. El show del “Hiperparásito y la cruel hermosura de la señorita blanca” se convirtió en un éxito.

Ponía a la Albina desnuda con solo unos velos a la altura del ombligo que dejaban su sexo color rosa expuesto. Un cuerpo que temblaba sobre una tabla redonda. Desde unos seis metros, el Hiperparásito arrojaba cuchillos a centímetros de su cabeza, mientras la madera giraba a gran velocidad. Algunos aceros cortaban su vello púbico o se clavaban entre su pelo blanco y enloquecido mientras giraba la madera donde estaba atada…

Un día, se me ocurrió preguntarles –en la Fosa de los Fenómenos de la Naturaleza, los camarines en los sótanos, tapados por unos hierros de cuevas de gladiadores que parecían contener seres y especímenes jamás vistos, donde se cambiaban– , también para escapar de la atracción furiosa que me provocaban los ojos albinos que se movían constante y aceleradamente congelándome, a quién se le había ocurrido la idea de la desnudez y de ese velo lila que apenas ocultaba algo.

Ese ser femenino era un fantasma… por momentos parecía flotar. No entendía nada pero se reía, y te miraba con esos ojos de animal de las profundidades del océano. Ya no sabías si era demasiada bella o no era humana. El Hiperparásito me respondió hablándole en su idioma a la albina.

Esa mujer de otro mundo descubrió su abdomen. Y mostró dos pozos terribles y cicatrizados, producto del lanzamiento de los puñales.

Comencé a transpirar… No sabía hasta dónde podía llegar mi locura y la de esos seres.

Willy Manicomio, nuestro DJ, lanzó en ese instante la música de The Doors: con ella anunciaba la salida de los freaks.

Me paralicé. La mujer reía y salió caminando descalza, con los genitales expuestos entre la gente que se abría paso…

El Hiperparásito la ató a la rueda y las luces de la Nave titilaban bajo el tema “People Are Strange”. Que dice: “La gente es extraña cuando tú eres extraño”.

Manicomio se reía con esos ojos siempre brillantes de pupilas dilatadas y ponía un volumen altísimo. Yo solo quería despertar, como tantas veces me pasó al soñar y lo lograba. Pero esta vez no funcionaba, esta vez estaba ocurriendo de verdad.

Me sentí el hombre más solo del mundo.

Todos gritaban desaforadamente, mientras los puñales salían disparados entre las sombras y golpeaban con un ruido infartante alrededor de la mujer. Fue la única vez en mi vida que reí y lloré al mismo tiempo.

Cuando bajé a mi oficina, ubicada también en la “Fosa de los Fenómenos de la naturaleza”, corría un líquido sobre el piso. Vi sangre.

Pero me encontraba fuera de sí. El líquido que corría por el piso no era rojo, era amarillo. Me había orinado.

* * *

Apenas abierta la Nave, tuve un sueño que fue revelador. Soñé con un montón de enanos, con un cortejo de enanos. Uno de ellos estaba subido a un cerdo, como un animal sagrado, y llevaba un cartel que decía “Go”.

Al otro día, cuando abrimos las puertas de la Nave –todo iluminado con candelabros y decenas de velas– se me acercaron un indio y un enano. Era Miguelito, aquel héroe que yo había soñado la noche anterior. Me dio una tarjeta que decía: “Miguel Fontes. El rey de los enanos”. Y lo fue.

Yo le dije: ¿Qué querés hacer? Quedate a trabajar acá.

Él era de un pueblo cercano a La Pampa. Sus padres lo tenían encerrado, como un fenómeno, como algo extraño. Desde la pequeña ventana de un sótano donde lo habían metido, un día vio desplegarse una carpa gigante. Y vio otros enanos como él. Se dio cuenta de que no era el único. Y se escapó con ellos. Dio vueltas por Sudamérica con el circo por más de veinte años como hombre-bala. Hasta que vino a la Nave.

Él llegó a traer catorce enanos y liliputienses para que trabajaran en Nave Jungla. Y yo conviví con ellos, con sus códigos y su mundo, durante diez años. Pude ver a través de sus ojos. Esa maravilla.

* * *

Una vez se escapó una araña.

La Nave se había convertido en un lugar donde la gente traía cosas raras. Todo el mundo que tenía algo extraño –una pitón albina con los ojos rojos y la cola negra, un yacaré chiquito– lo ofrecía.

Así llegó una araña inmensa a la que le dábamos cucarachas para comer. Estaba en una pecera arriba de la barra. Y uno de los mozos, una noche, se hizo el canchero, sacó una cucaracha con una pinza del frasco, abrió la tapa para tirar la cucaracha. Y la araña saltó como un resorte y se fue al centro de la pista.

Era venenosa. En la pista había más de mil personas. Yo estaba ahí y empecé a sudar. Todos los de seguridad, con linternas, salieron a buscar la araña. A uno se le ocurrió decir: “Estas se esconden en los rincones”.

Nos metimos al salón R.I.P. Tal cual. Estaba en un rincón, debajo de un banco. Pusimos un vidrio para levantarla y atraparla dentro de un balde. Íbamos metiendo de a poquito, para que no se escape, iluminando con la linterna. Una cosa impresionante. Tenía el cuerpo enorme, la cabeza con ojos. Terrible. Volvió a la pecera y siguió la noche.

También hubo problemas con la serpiente albina, que vivía en otra pecera. El Payaso Demente, uno de los personajes de la Nave, estaba jugando con ella arriba de la barra.

Se la metía en la boca, en un acto semi-erótico con la serpiente. Y el animal se enojó y empezó a ahorcarlo, a enroscarse en su cuello. Nos llevamos al Payaso Demente al fondo, casi azul.

Finalmente, con una tenaza, le salvamos la vida. Pero la serpiente se escapó y nunca más la vimos. Soltamos una serpiente en Buenos Aires.

Era un peligro total.

* * *

Nunca me cansaré de agradecer que cada noche fuera un viaje diferente, porque además de consolidarme como artista, Café Einstein y Nave Jungla me dieron un temple de guerrero y de mago.

Me hicieron saltar a los fuegos de lo imposible una y mil veces. Y son muchos los seres agradecidos de haber podido compartir esa vivencia juntos. A veces siento una culpa tonta de ser afortunado, salir a la calle y alimentarme todos los días con abrazos de los que sin saberlo, dieron su sangre para vivir aquello.

Es tan maravilloso que abrigo un gran amor por esos espejos que bebieron sedientos de las alforjas que traje de la travesía inhumana.

La sensación contada por los que asistieron es extraña, cada uno agregaba algo de su cosecha. Al pasar de boca en boca, Nave Jungla iba agrandándose en estupor y pesadilla. Se convirtió en una leyenda, un lugar “inverosímil”.

Cuando pasaban aquellas viejas puertas vaivén estilo tren fantasma, entraban a otra realidad, un mundo lúdico.

Eran tantos los objetos que existían en nuestro “museo de lo demente”, que cada una de las personas que asistió –o dice haber asistido– añadió pequeños animales ponzoñosos que se escapaban de sus frascos, cráneos de bestias, peces que hipnotizaban, y toda una colección que ya pertenece al mito social.

Venían a ofrecernos las cosas más raras. Una iglesia gótica, desarmada, que armamos en diferentes sitios. Dos bancos de rabino. Sobre una pared colgaban muletas de gente que sanaba cuando la ceremonia se lanzaba. ¿Qué era lo que ocurría? Nadie lo sabía. La Nave sanaba.

Y creo que era producto de salir de la herida colectiva que se manifiesta en cada uno de nosotros de diferentes maneras.

* * *

Las noches en Nave Jungla siempre fueron diferentes, entre otras cosas porque los protagonistas eran impredecibles y lanzaban sus propias propuestas, se envalentonaban y daban un paso al frente en sus estrambóticas exhibiciones.

Lo macabro, lo gracioso, lo intolerable, lo terrorífico y lo bello hacían una melange que nunca salía igual.

La banda de sonido, el rock, con su apertura y profundidad constantemente acompañaba el insólito espectáculo. Nave Jungla pasaba la música que la gente escuchaba en sus casas y no era específicamente para bailar, pero sí lo hacían allí. Sonaban The Doors, los Rolling Stones, AC/DC, Iggy Pop, Sumo…

Era la música de la movida. Que aún se escucha. Dos elementos importantísimos que le dieron a Nave Jungla un anclaje en la cultura rock fueron sus DJ, Willy Manicomio y Augusto Puppo.

Dos genios que manejaron, con un pulso admirable, el ritmo de la infinidad de personas que pasaron por allí. Supieron desde el arranque impactar con los temas más amados por el público. Siempre fueron de avanzada en sus búsquedas musicales, para adelante o para atrás en el tiempo.

Además Nave Jungla tuvo algo especial y difícil de producir: los dueños y jugadores del lugar fuimos artistas que desplegamos un sitio como una obra de vanguardia. Y eso es inhabitual en la Argentina y en cualquier otro lugar del planeta.

Todos los músicos y artistas venían a la Nave. Pappo, David Lebón, Javier Martínez, Babasónicos, Dalmiro Sáenz, Ludovica Squirru, Los 7 Delfines, Los Redondos, Los Brujos, Carca, Fito Páez, Cerati, Spinetta… Fabián Polosecki le dedicó la primera entrega del que luego sería el mítico programa El Otro Lado a la Nave.

Fue el segundo hogar de los rockeros. Nadie venía a figurar. Por un acuerdo con la Rock & Pop, todos los artistas internacionales que traía la empresa pasaban por la Nave.

Con un decorado del expresionismo alemán, Nave Jungla fue escenario para muchos videos de músicos locales y extranjeros. Allí filmaron los Illya Kuryaki and The Valderramas, Los Brujos, el dúo holandés Dark Stars y otras bandas que quedaron impactadas con la visual del sitio.

Es quizás por esto que tuvo repercusión internacional –MTV, por ejemplo, le dedicó dos programas– y traspasó todo movimiento artístico de masas en Buenos Aires. Todos los artistas y músicos de rock que visitaban el país –Suicidal Tendencies, Body Count, Peter Hammill– venían a Nave Jungla para ver esa usina autóctona, ese fenómeno que sumaba creativamente a la cultura.

Yo disfrutaba muchísimo cuando llegaba algún músico de renombre. James Brown, los Faith No More. Me quedaba parado en el laberinto de la entrada para ver su reacción, y allí, cuando entró por primera vez Iggy Pop, vi su cara, su expresión, y de su boca salió un “guau” que reparó lo que él produjo en mi cabeza cuando lo vi en aquella fecha memorable del Olympia de París, tantos años atrás.

Lo abracé y le conté en pocas palabras quién había sido para mí. Bebimos un gin seco sentados en unos bancos judíos “profanados” de la sinagoga, dentro del salón R.I.P, mirando cómo los peces en las peceras gigantes se comían unos a otros.

Cada vez que venía de incógnito a la Argentina, venía a visitarnos.

Esa noche, bajo el manto azul de lo profundo, reímos de cómo nuestras vidas estaban cruzadas. Fuimos amigos en un instante y por siempre.

* * *

¿Cómo es posible que durante diez años un sitio siga funcionando como el primer día y con esa impronta novedosa?

Ese fue uno de los grandes secretos de La Nave.

Trabajamos con seres que no cualquiera podía trabajar, los freaks. Ellos desde el primer momento comprendieron que nuestra intención estaba cerca del juego y no del gran negocio. Estábamos tan locos como ellos, pero éramos freaks psíquicos.

Nave Jungla generó algo que hasta el día de hoy se escucha: “Dentro había un clima terminal bajo una alegría intensa y una fraternidad entre todos los que viajaban”.

En la Nave nada llamaba la atención. Era un lugar descontracturante. Nadie se sentía feo, o fuera de lugar. Los enanos eran los reyes del lugar, abriéndote la puerta a otra dimensión.

Los reyes no eran figuritas de porcelana, los reyes eran los freaks. Cada uno orgulloso de su estado de freak. Por eso Iggy Pop volvía. Por eso Charly García apareció una noche, tirando billetes a diestra y siniestra. Nadie lo miró. Es que en Nave Jungla las estrellas no eran los que querían brillar.

Nave Jungla hizo explotar Palermo. Lo puso de moda.

Y a fines de los años 90, acosados por los juicios de los vecinos e inspectores a causa de la rareza del lugar y la incomprensión de lo que ocurría allá adentro, decidimos cerrar.

Freakenstein
Sergio Aisenstein tiene una vida de novela. Y la tuvo desde el principio: sus memorias, enredadas en los hilos de la ficción, son un viaje alucinado y misterioso ya desde su infancia.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 11/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 978-950-49-5521-4
Disponible en: Libro de bolsillo
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