domingo 3 de noviembre de 2024
Lo mejor de los medios

«Cuatro comidas», de Nicolás Artusi

La historia de la humanidad está íntimamente ligada a la historia de la alimentación. Se podría decir que el surgimiento de la cultura tiene su primer momento a partir de los distintos modos en que hombres y mujeres se relacionan con los alimentos que consumen: la comida, desde la prehistoria, ha organizado los días.

Siguiendo la senda que trazó en Café, su primer libro y un verdadero éxito de ventas, Cuatro comidas es el resultado de una investigación minuciosa que Nicolás Artusi llevó adelante con un espíritu singular y atractivo. Una trama apasionante en la que se combinan con maestría narrativa la historia, la antropología, la literatura y los recuerdos personales.

Una obra que nos atrapa con cientos de anécdotas, referencias y crónicas sobre el desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena. Las técnicas de cocción, las variaciones de la dentadura, la creación de los utensilios, el hecho de compartir comidas, la elección de los alimentos, los banquetes, las maneras en la mesa, las innovaciones alimenticias, la ciencia de la nutrición, entre muchos otros, son los hitos de esta línea del tiempo humana.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

 

Pasta al dente

¿Si Dios puso la manzana fue para morder? Con el ritmo sudado de todo éxito caribeño, la bachata celebra en cada mordidita “una fiesta para tu boquita” (el diminutivo es la rima fácil del letrista poco inspirado): el hit podría ser adoptado por las asociaciones de ortodoncistas que busquen convencer a sus pacientes sobre las ventajas de la mordida perfecta, un anhelo ajustado por aparatos, alambres y elásticos tormentosos en las bocas de los que tienen los dientes demasiado metidos o muy salidos. La manzana es la fruta en la que se pone en evidencia la salud bucal, un desafío insuperable para aquel con los dientes flojos. Se habla de “mordida profunda” como ejemplo de la boca ideal, en la que los incisivos superiores ocultan los inferiores como una tapa al cerrarse: en los monos, nuestros antepasados animales más emparentados, los superiores no tapan los inferiores sino que caen sobre ellos como una guillotina (esto se llama “mordida normal”). Los criados en el catecismo barrial que creemos más en Darwin que en Pedro pensaríamos que esa diferencia en la mordida es la consecuencia natural de siglos y siglos de la evolución humana, pero no: la mordida profunda tiene apenas doscientos cincuenta años, por lo que es legítimo suponer que Cleopatra, Leonardo Da Vinci o Voltaire tuvieron los dientes parecidos a los de un mono. Para arqueólogos y dentistas, un misterio: ¿por qué cambió la dentadura humana en tan poco tiempo? En la década del 60, el profesor estadounidense Charles Loring Brace, experto en las teorías evolutivas darwinianas, tiene una idea que supone una revolución: es muy probable que la mordida profunda se haya generado como consecuencia de la manera en que usamos el cuchillo de mesa.

“Agarrar y cortar”: así define Brace la técnica primitiva para comer de los humanos. Nacido en 1930, el profesor pasa los primeros años de su carrera como arqueólogo estudiando el mecanismo con el que el hombre de Neanderthal se alimenta, primero tomando una presa con la mano, después sujetando una punta con los dientes, más tarde tirando para arrancar un pedazo, cortando con el filo de sus incisivos o ayudado por una piedra afilada, finalmente tragando. Así fue en los tiempos pasados de la Edad de Hielo y hasta mucho después, aun en las casas romanas o los palacios florentinos, y aunque semejantes modales puedan ser bochornosos para una cena elegante de hoy, donde nadie quiere quedar como un cavernícola, hasta hace poco tiempo era la manera natural de comer. “La creciente adopción del cuchillo y el tenedor para comer, a finales de siglo XVIII, marcó la desaparición de la técnica del ‘agarrar y cortar’ en el mundo occidental”, explica Bee Wilson en La importancia del tenedor: “En lugar de agarrar y cortar, ahora la gente comía pinchando los alimentos con el tenedor y cortándolos en bocaditos con el cuchillo de mesa, para llevarse a la boca trozos tan pequeños que apenas si era necesario masticarlos. A medida que los cuchillos se volvieron más romos, también los bocados se volvieron más sencillos, con la consiguiente reducción de la necesidad de masticar”. Según el profesor Brace, esta revolución en las maneras cambia las dentaduras radicalmente: cuando se empieza a usar el cuchillo, los incisivos ya no necesitan cortar o desgarrar la comida y los superiores dejan de caer en línea recta sobre los inferiores, creando la tan mentada mordida profunda, el mayor cambio anatómico derivado de los modales de una cena y el filón para ortodoncistas apurados por prescribir aparatos al niño con dientes desparejos. La mordida profunda es una respuesta a la manera de cortar la comida en nuestros primeros años de vida, en los que los dientes se alinean según los hábitos.

En 1977, el pertinaz Brace escribe su primer artículo académico sobre la mordida profunda y, aunque el rigor científico lo obliga a reconocer que no tiene pruebas del todo metódicas o concluyentes, dedica su vida a estudiar las mandíbulas ajenas. Obsesionado con su monotema, excava entre los restos de un antiguo cementerio del siglo XIX en Rochester, Nueva York, y observa con lupa los restos de dentaduras que quedan en museos de Europa y Asia para confirmar su eureka: aquellos que vivieron en países en los que el cuchillo de mesa aparece más tarde, como los Estados Unidos o China, donde directamente se come con palitos, presentan una alineación de mordida similar a la de los primates (entre las peores dentaduras de la historia se recuerda la del prócer George Washington, que apenas tenía un diente propio en toda la boca: el mito dice que usaba dientes postizos de madera pero en realidad tenía una prótesis de marfil de hipopótamo y elefante, ajustada con dolorosísimos alambres de oro con resortes). En la mayor base de datos jamás creada sobre la dentadura del Homo sapiens, Brace observa las bocas ajenas y descubre que las primeras evidencias de mordida profunda aparecen entre “los individuos de mayor status” de la Europa del siglo XVIII, donde el cuchillo y el tenedor se adoptan como utensilios que distinguen al noble del palurdo. “Fue entonces cuando empezó a ser normal, entre los círculos de las clases medias y altas, comer con un cuchillo de mesa y un tenedor, cortando la comida en bocados pequeños antes de llevarla a la boca”, escribe Bee Wilson: “Puede que esto parezca una cuestión de costumbres más que un cambio tecnológico; y, en un cierto sentido, así lo era. Después de todo, el funcionamiento del cuchillo en sí había cambiado poco”.

La dentadura es importante porque es la única parte de nuestro esqueleto que dejamos ver a nosotros mismos y a los demás. Ahí donde se crea que la mordida profunda es la alineación natural de la boca humana, porque pensamos que las cosas que nos rodean, incluso algunas tan cercanas como los dientes o los meñiques de los pies, son así desde siempre, el profesor Brace propone otra idea: la mordida profunda resulta de un comportamiento en la mesa (lo cual permite al darwinista suponer que los hijos de las próximas generaciones nacerán con jorobas, por estar siempre encorvados sobre las computadoras, o con pulgares elefantiásicos, desarrollados en la velocidad en que escriben sobre un teléfono celular). Cuando al infante se le permite maniobrar el cuchillo, primero uno sin filo y después otro ya con serruchito, se lo inscribe en una escuela de la vida en la que obtendrá su diploma como humano: come igual que cualquier otro de los últimos dos siglos y medio y da forma a su cuerpo con cada mordidita.

 

Finas hierbas

Sentate derecho. No apoyes los codos sobre la mesa. Usá los cubiertos de afuera hacia adentro. Agarrá el cuchillo con la mano derecha. Cortá bocados chicos. Dejá los cubiertos sobre el plato. Comé con la boca cerrada. No hables mientras tragues. Limpiate con la servilleta. En la instrucción elemental de un niño que se sienta por primera vez a la mesa de los grandes, una madre o una abuela observantes de los buenos modales repiten el decálogo de costumbres hasta que el chico aprenda: si un viejo adagio del refranero popular dice que una mujer debe ser una dama en la mesa, del hombrecito se espera que se comporte como un caballero. Se entiende: un caballero por sus modales, no uno con capa y espada. En la Edad Media, la aparición de la mesa y la silla (con respaldo recto y asiento mullido para los comensales más distinguidos y apenas un banquito chueco para el vulgo) cambia para siempre las costumbres y establece las reglas de cortesía que usamos todavía hoy. En castillos, tabernas o monasterios, la mesa es apenas una tabla apoyada sobre caballetes que se monta y se desmonta antes y después de cada cena, y de ahí viene la expresión “poner la mesa”: ya sentados, hombres y mujeres tienen las manos libres para tomar la comida (en los antiguos kliné de los griegos y en los triclinium de los romanos uno de los brazos estaba inutilizado, en tanto el codo servía como apoyo para recostarse) y el tránsito del lecho a la mesa genera un nuevo orden de cortesías: “El hilo conductor de la historia de los buenos modales de mesa es el abandono de la promiscuidad y de la exhibición de comportamientos físicos”, escribe la historiadora Daniela Romagnoli en su ensayo Guarda no sii vilan: los buenos modales en la mesa, cuya primera proposición puede traducirse el latín como “cuidate de ser un villano”. Aunque más no sea por un cambio de postura física, porque se pasa de estar acostado a estar sentado, en el comedor no se admiten los comportamientos que sí se permiten en el dormitorio: si fuera cierto que el refranero popular ofrece enseñanzas discutibles para la vida, el viejo adagio completa que una mujer debe ser una dama en la mesa y una puta en la cama.

No te suenes con el mantel. No escupas en tu plato. No devuelvas a la bandeja los huesos roídos ni los alimentos empezados que no querés. Entre el siglo XII y el siglo XVI se produce un boom editorial, como hoy puede ser el de las novelas de fantasías eróticas para amas de casa calentonas: al poner por escrito las reglas de cortesía, los manuales de costumbres evidencian la necesidad de codificar el desorden social y existen libros específicos para que los jóvenes oficiales alsacianos puedan comportarse con elegancia durante una cena distinguida o para que los niños aprendan los palotes de la buena educación. “Lamer el propio plato o la bandeja donde ha quedado pegada azúcar o algo dulce es cosa de gatos, no de hombres”, escribe el filósofo holandés Erasmo de Rotterdam en su maravilloso De la urbanidad en las maneras de los niños, un librito publicado en 1528 donde compila la primera escolástica infantil de modales aceptables: “Roer los huesos con los dientes es perruno; limpiarlos con el cuchillo, urbano”. En su insistencia por diferenciar a niños de animales, Erasmo delata una inquietud de la época: ser civilizado, la ambición humanista de cualquier madre o abuela que le dice al niño “¡no seas chancho!”. En la Edad Media, la palabra “cortesía”, que lógicamente viene de “corte”, se relaciona con urbanitas y civilitas, que desde la era clásica se vinculan con el correcto desempeño en la ciudad y se oponen a villanía (en latín, “villa”) y rusticitas, que remiten al campo (del latín, rus), los lugares rústicos donde las gentes incultas se suenan los mocos con el mantel o escupen sobre el plato. “Usted debe abstenerse de carraspear y escupir tanto como pueda, y cuando ya no pueda aguantar, si lo observa pulcro y lo mantiene limpio, debe darse vuelta y escupir sobre su pañuelo en lugar de la habitación”, ordena el diplomático francés Antoine de Curtain en su Nouveau traité de la civilité (“Nuevo tratado de la civilidad”), un libro que publica en 1685 como conjuro para uno de los mayores temores de entonces y ahora: antes propios y extraños, quedar como un palurdo.

“Un código de buenas maneras, por superficial que pueda parecer o ser, siempre es la consecuencia, aunque sea solo indirecta, de una opción de carácter moral”, escribe Romagnoli. No es hasta la consagración medieval de la cena que aparece la preocupación por los modales: en su fin práctico y su apuro diurno, el desayuno y el almuerzo no exigen demasiada pompa porque son comidas que a veces hasta se toman de parado. “La mesa es el lugar de la sociabilidad por excelencia, así como el espacio donde se dan cita el cuerpo y el alma, la materia y el espíritu, la exterioridad de la etiqueta y la interioridad de la ética”, enumera Romagnoli: “El comportamiento en la mesa está, pues, regido por una doble preocupación: hay que moderar y refrenar la gesticulación y los movimientos del cuerpo, y controlar y encauzar los movimientos del espíritu, con el propósito ético y social que exijan las circunstancias”. No tires comida a los perros. No te sientes a la mesa meditabundo.

Las recomendaciones de Erasmo combinan el desempeño físico y el ánimo espiritual porque la cena conjuga un equilibrio sutil del cuerpo y el alma y el gesto es tan importante como la palabra. “Mientras los otros comen, no des noticias desagradables; en su lugar, guarda silencio o habla con tranquilidad”, advierte Bonvesino de la Riva en sus Cincuenta modales a la mesa, donde el poeta milanés se preocupa por no herir la sensibilidad del otro. En una época donde las cenas pueden ser tan sangrientas como las batallas, junto con el concepto de “buen gusto” aparece el de “desagrado”, que se repite en todos los manuales de costumbres: se dice que el que revuelve con desesperación en la fuente para escoger su porción incomoda al compañero de mesa o que el que moja demasiado pan en los alimentos líquidos desagrada al que come a su lado. En la eterna batalla entre prodigalidad y frugalidad, la cena se vuelve algo más recatada y exigua: ningún hombre, por rico que sea, está autorizado a derrochar porque en el exceso se delata una debilidad corporal y una falla moral (“pensá en los chicos del África que no tienen qué comer”, repite la madre para cultivar la culpa del niño que se resiste a la sopa con menudos). Hay que comer lo justo, en consonancia prudente con la dietética y la ética, como advierte un poeta anónimo veronés en sus Enseñanzas a Guglielmo del siglo XIII: “El hecho de comer demasiado es inconveniente no solo en el terreno moral sino desde el punto de vista social, ya que esa actitud procede de una necesidad de alimento perpetuamente insatisfecha, lo que es un comportamiento de pobres, no de señores”.

¿Manos o cubiertos? “Si los códigos de comportamiento permiten distinguir los grupos sociales entre sí y destacar una persona entre otras –pensemos en la expresión ‘es una persona distinguida’– sirven también como medio de comunicación, indispensable para esa tarea de continua mediación que es la vida social de las personas”, concluye Romagnoli. La traumática aparición del tenedor, en combinación con el cuchillo omnipresente, brinda una nueva evidencia que separa a hombres de animales ahí donde unos sean diestros con los utensilios y otros se sacien con garras y dientes (“pollo y cordero se comen a dedo”, dicen que decía mi abuela paterna, a la que no conocí, y la excepción sugiere que ella pensaba que todo lo demás se corta a cuchillo, hasta las empanadas). Los buenos modales también sirven para evitar que uno pinche con un tenedor el ojo de su compañero de mesa y la pericia para manejarlos sin accidentes ni descortesías es uno de los primeros ritos de iniciación para los niños, siempre intrigados por todo aquello que tenga filos y puntas. Alguna vez escribí que el típico chico-ostra anhela el lugar donde no es admitido, la mesa de los mayores, un pasaje de la niñez a la adultez menos comprometido que el debut sexual o la primera borrachera, porque en la mesa de los chicos se aburre con las anécdotas escolares o deportivas de sus pares: ser admitido en la mesa de los mayores implica la conformidad con un código social que ya lo emparenta con otros hombres anteriores, su padre y su abuelo, los más cercanos, pero también con próceres o caballeros a los que sus madres no les cortaban el bifecito. Conservo el lejanísimo recuerdo de las primeras cenas que compartí con los grandes, en las que me esforcé en el uso del cuchillo dentado y cuidé la postura para estar a la altura: ni torcido ni apoyado y sin cruzar las piernas. Y aunque me perdí gran parte de la conversación (entonces no pude entender por qué mi tío decía que el peluquero de la avenida “lleva los cubiertos en el bolsillo”), un sentido innato de prudencia me sugería no preguntar, temeroso de ser devuelto a la mesa de hermanos y primos menores con el reto clásico de mi abuela: “¡Esas son cosas de grandes!”.

“Un muchacho, cuando se sienta con mayores de edad, no debe hablar nunca, si no es por fuerza de necesidad o bien porque alguien le invita a hacerlo”, aconseja Erasmo quinientos años antes y ofrece una prueba de que algunas costumbres se mantienen inalterables aun con el paso destructor del tiempo: “De las cosas graciosas que se digan se reirá moderadamente; de los dichos obscenos no se reirá en ningún caso, pero tampoco arrugará la frente, si es elevado en dignidad el que lo ha dicho, sino que compondrá la traza del rostro de modo que parezca que no ha oído o que por lo menos no ha entendido”. En la pedagogía de los buenos modales, algunos mayores pretenden que el chico se comporte como un principito y otros son más modestos en sus aspiraciones: que no enchastre el mantel con un escombro de puré o un charco de mayonesa y que no se meta en las conversaciones adultas. En sus consejos de urbanidad para chicos, Erasmo otorga la última palabra al padre y sanseacabó: “El silencio adorna a las mujeres, pero más a los niños”.

Cuatro comidas
Breve Historia Universal del desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 04/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 978-950-49-5591-7
Disponible en: Libro de bolsillo

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