sábado 20 de abril de 2024
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Adelanto de «Argentina bizarra», de Matías Bauso

‘Todo era tan insólito que seguro era cierto», reza uno de los epígrafes que abre Argentina bizarra. La frase es de Ricardo Piglia y define el libro escrito por Matías Bauso para dar sentido a las palabras que se combinan en el título.Porque este país es exactamente así: insólito, extravagante, magnético, aterrador, adictivo, apegado siempre a la premisa del «te amo, te odio, dame más» de Charly García. «Argentina parece el reino de la paradoja, muchas veces lo que sucede va en contra de la lógica. Y es también la tierra de la hipérbole, de lo exagerado, de lo fuera de dimensión», explica el autor. Para demostrarlo, ahí están las historias que escribió con celo, gracia y una pizca de malicia.Tesoros perdidos, nazis encontrados, presidente fallidos (y fallados), timadores de escasa moral y alta picardía, sobrevivientes del Titanic, nubes de Úbeda, domicilios en médanos, héroes de verdad y de mentira, y otras delicias del ser nacional. Todos ellos forman parte de la explicación tragicómica de por qué somos lo que somos en este notable inventario de la historia no oficial argentina.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

El día que envenenaron a Perón

El general estaba preocupado por uno de sus capitales políticos: la sonrisa. Los problemas dentales lo tenían a maltraer. De pronto apareció una solución revolucionaria, casi mágica. Pero por poco no terminó en un desastre.

Si nos propusiéramos resumir la vida argentina durante el siglo XX en imágenes, bastaría con unas pocas paradigmáticas. No dejarían a nadie impasible. En cualquier argentino suscitarían, según el caso y la persona, emociones, enojos, orgullo o nostálgicos recuerdos.

Gardel cantando «Por una cabeza» desde la cubierta de un barco, Eva hablando desde el balcón, el rostro del Che con su mirada honda y su barba profusa, el grito crispado de los integrantes de la junta militar en el palco del River, los pañuelos blancos de las Madres, Maradona desparramando ingleses, Borges caminando con paso dubitativo por Maipú, escenas callejeras del año 2001 (allí terminó nuestro siglo XX), Charly sobre el escenario de Ferro.

Este breve listado de íconos imprescindibles de la historia popular argentina reciente luciría incompleto si no se incorporara el atributo físico más característico del líder popular que, con su estilo pendular (y sus presencias y ausencias), rigió los destinos políticos del país por más de cuarenta años: la sonrisa de Perón.

Esa sonrisa única consiguió lo imposible: conquistó multitudes, convenció a los más encumbrados personajes mundiales y cautivó a mujeres, hombres, niños y niñas.

Perón siempre fue consciente de que ese era su rasgo físico más llamativo. Tal vez por eso se preocupó mucho cuando, a mediados de 1948, comenzó a tener problemas con su dentadura. El tema fue motivo de grandes cavilaciones en su círculo íntimo. Podríamos decir que casi pasó a ser una cuestión de Estado.

El doctor Ricardo Guardo era presidente de la Cámara de Diputados, uno de los hombres de mayor confianza de Eva y, además, odontólogo. Fue el primero en ser consultado. Recomendó extraer todas las piezas dentales flojas y en mal estado para reemplazarlas por prótesis. De esta forma, decía enarbolando sus conocimientos odontológicos, la sonrisa todopoderosa recuperaría su brillo original.

Parecía que esa era la solución que se iba a tomar. Pero la cuestión, como le produjo algunos inconvenientes a Perón en sus labores y lo obligó a modificar algunas rutinas, fue conocida por otros que trabajaban con el General. Y, como en todo gobierno, en ese también había luchas intestinas, internas silenciosas (y no tanto), odios, celos, tensiones y maniobras por posicionarse en el lugar más cercano al presidente.

Miguel Miranda, ministro de Hacienda, mantenía una ostensible enemistad con Guardo. El tema le pareció ideal para sacar una ventaja en esa disputa. Apenas se enteró del problema de Perón y de que Guardo iba a aportar la solución —el otro candidato era Cámpora, también leal hasta la obsecuencia y odontólogo (el primer peronismo y los odontólogos, un posible paper cuyo subtítulo podría ser «¿Ortodoxia u ortodoncia?»)—, recordó que, en un asado, le habían hablado de alguien que había desarrollado una técnica novedosa para solucionar problemas dentales. Mandó a uno de sus asistentes a averiguar quién era ese médico milagroso. Cuando tuvo el dato, le acercó al presidente la propuesta. Se preocupó de hacerla parecer atractiva. Y, sin mencionarlo, menospreció a Guardo y sus métodos anticuados y tradicionales. Miranda se comprometió a traer al país a una eminencia que había descubierto, muy recientemente, un procedimiento curativo revolucionario. Ya no era necesario sufrir. El método no era doloroso ni requería extracción alguna. El ministro de Hacienda le dijo a Perón que, si lo aprobaba, él lo mandaba a buscar. El presidente pareció encantado. Y le dijo que no se preocupara, que él iba a solventar los gastos de traslado desde Estados Unidos de la eminencia. No era para menos, se trataba de una causa nacional: estaba en juego la sonrisa de Perón. Miranda le dijo que de ninguna manera, que invitaba él, que era un honor traer al prestigioso odontólogo desde Bolivia. Perón comentó, con algo de desconfianza, que no sabía que en Bolivia la odontología tuviera un desarrollo notorio. Miranda —de su boca solo salían certezaslo tranquilizó: «Este tipo es un genio, presidente».

Vale la pena que nos apartemos un momento de este curioso relato y nos preguntemos por qué un ser complejo, calculador e inteligente como Perón se mostraba en ocasiones tan ingenuo y propenso a aceptar, sin más, soluciones tan disparatadas.

Aunque en este caso existan evidentes atenuantes: el temor ancestral de gran parte de la población hacia los dentistas y el dolor que significaba ir a su consulta en esos años (tampoco había demasiada conciencia de la importancia de la higiene bucal).

El sistema aplicado por el odontólogo del altiplano era —hay que reconocerlo— seductor. Solo consistía en la aplicación de un par de inyecciones intramusculares, para luego cubrir con una sustancia blanca los dientes deteriorados. De esa manera, se reconstruirían las piezas dentales. Tan solo eso produciría el milagro: devolverle al líder una prístina y sana sonrisa.

Eso sí: el procedimiento era costoso. Pero, claro, valía la pena. La conservadora propuesta de Guardo quedó relegada.  Miranda  sonreía  satisfecho.  Había  ganado una batalla importante. Y el presidente de la Cámara de Diputados estaba en un callejón sin salida. Lo que él tenía para ofrecer era menos atractivo. Y si insistía, parecería que quería imponer su idea. Además, la extracción de las piezas, la construcción de las prótesis y el acostumbramiento de la boca a las mismas insumirían mucho más tiempo que la intervención del dentista boliviano.

El odontólogo fue recibido bajo el mayor de los secretos. La orden a los de ceremonial era darle el trato de un primer mandatario extranjero y saciar cualquier capricho o pedido que tuviera. Sus honorarios fueron depositados de antemano.

El encuentro con Perón fue rápido y tal cual se lo habían descrito. No hubo dolor, ni siquiera perdió mucho tiempo. Tras el fugaz tratamiento, el dentista boliviano debe haber imaginado un porvenir brillante. Visualizó su futuro exponiendo en los grandes congresos internacionales y, por qué no, hasta con algún ministerio en su país o en Argentina —el rival menos pensado de Ramón Carrillo—. Y, si a todos les cobraba honorarios como estos, en un futuro no demasiado lejano sería millonario.

Poco duraron las ilusiones de todos. Del dentista, de Miranda y de Perón. Unos días después, el general comenzó a sentirse mal, las descomposturas eran cada vez más frecuentes. Estaba debilitado, con náuseas, dolores en el cuerpo y había perdido peso.

Los médicos se desesperaban porque eran incapaces de dar con las causas de los molestos y persistentes síntomas. Probaron con todo lo conocido. La dieta era estricta, pero pasaban los días y la situación intestinal empeoraba. Hasta ese momento nadie pensó en el odontólogo, su pericia parecía estar fuera de sospecha. Pero, tras descartar el resto de las posibilidades, uno de los doctores pidió que le describieran en detalle en qué consistía ese revolucionario método odontológico.

En este punto los relatos se dividen. Algunos dicen que lo fueron a buscar. Otros, que se dio la casualidad de que, en esos días, se celebraba en Buenos Aires un simposio internacional de odontología y aprovecharon para consultarlo. Lo cierto es que se recurrió a una de las mayores eminencias mundiales: el doctor Stanley Tylman.

Al examinar la boca del primer mandatario, el facultativo norteamericano no pudo dar crédito a lo que estaba viendo. Empezó a gritar en inglés, mientras miraba los dientes de Perón. Casi nadie sabía el idioma en la sala, pero habían tomado la precaución de tener un intérprete a mano. Todos lo miraban. Esperaban que se expidiera como si se tratara de un médium. Tylman bufaba y se mostraba indignado. Hablaba encima del intérprete, que no daba abasto para traducir el fárrago de frases del norteamericano. En un momento, sobrepasado, hasta se calló. «¿Qué dijo? ¡Traduzca, carajo!», le gritaron. Explicó, suavizando los dichos originales, que Tylman decía que el anterior dentista era un criminal.

La sustancia blanca milagrosa solo era una especie de cemento altamente tóxico que estaba provocando un progresivo envenenamiento que hacía avanzar a pasos agigantados la infección bucal y que, en pocas semanas, hubiera provocado la muerte del presidente.

El tratamiento odontológico revolucionario estuvo a punto de convertirse en un magnicidio.

La solución fue todavía un poco más drástica que la propuesta inicial de Guardo. Pero, a esa altura, era el único camino a tomar. Hubo que reemplazar casi toda la dentadura de Perón por una prótesis. Y las adhesiones y el fervor inicial que produjo el odontólogo boliviano trocaron en escarnio. Inmediatamente, le revocaron su licencia para ejercer la profesión en nuestro país.

Sin embargo, faltaba una sorpresa más. El guionista de Argentina todavía tenía un punto de giro en la historia. Alguien indagó en los antecedentes del odontólogo y descubrió que nunca se había recibido en su tierra natal y había comprado el título para poder ejercer. Reconozcamos en este hombre a un pionero. El de los profesionales truchos en el país.

El día que filmen su biopic, el título podría ser: El hombre que casi mata a Perón.

Argentina bizarra
Este libro puede ser varios a la vez. Una historia de la impunidad, una geografía de lo insólito, una compilación de momentos bochornosos, un manual de lo inconcluso y lo trunco, una anatomía del fracaso, un compendio de personajes fascinantes, un tratado sobre nuestra facilidad demencial para naturalizar lo imposible. Estas anécdotas, estos fragmentos de nuestro pasado, podrían servir para recordar el país que uno quisiera olvidar pero que debiéramos tener presente.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 06/01/2022
Edición: Rústica con solapas
ISBN: 9789504975106
Disponible en: Libro de bolsillo
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