viernes 26 de abril de 2024
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Adelanto de «¿El 99% contra el 1%?», de Mariana Heredia

De un lado, un puñado de ricos y poderosos que siempre gana y se ríe del resto; del otro, una mayoría del 99% que sufre distintos grados de privación. ¿Cuánto ilumina y cuánto confunde esta definición aritmética de la desigualdad? ¿Cuánto ayuda a la hora de trazar diagnósticos e implementar políticas? ¿Bastaría con quitar sus privilegios a ese 1% y estaríamos en una sociedad equitativa?

Documentar las ventajas de una minoría es un paso insoslayable para entender el problema. Pero la denuncia moral y la vehemencia retórica contra el 1% chocan una y otra vez con la impotencia práctica y, lo más importante, terminan echando un manto de silencio sobre los mecanismos sociales que permiten acumular riqueza y acceder a las posiciones más codiciadas, y que están naturalizados en vastos sectores medios y medios altos.

Luego de años de investigar estos temas en la Argentina y América Latina, Mariana Heredia propone entender y discutir las desigualdades contemporáneas desmontando las etiquetas que impiden pensarlas. Así, muestra que los ricos de hoy poco tienen que ver con las familias tradicionales, la oligarquía o la burguesía nacional, y que constituyen un grupo heterogéneo no siempre blindado ante la inestabilidad.

Atenta a los resortes que permiten reproducir el capital, acceder al bienestar y ejercer poder, analiza cómo las reformas desregulatorias de los años setenta y noventa achicaron los márgenes del Estado nacional como gran integrador social y mercantilizaron bienes que eran públicos, como la salud, la educación, la seguridad. Y nos invita a poner en cuestión ciertos lugares comunes del debate: ¿qué expectativas depositar en la puja distributiva entre empleadores y trabajadores? ¿Y en las políticas de ingresos? ¿Puede la búsqueda de equidad descansar en la movilización constante y la capacidad de bloqueo de los sectores populares más golpeados? ¿Se trata de aumentar gravámenes o de afinar los dispositivos para evitar la evasión? ¿Cuál es el poder relativo de la autoridad presidencial para delinear intervenciones públicas que minimicen las injusticias?

La obsesión por los ricos, sea en clave de fascinación o de repudio, activa sensibilidades pero no sirve para entender las causas profundas de la desigualdad. Este libro es un aporte enormemente revelador para conocer los poderes y las impotencias de las élites políticas, económicas y sociales, y para imaginar cómo salir del callejón sin salida en el que estamos y avanzar hacia una sociedad más integrada.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

La (im)personalidad del capital en la Argentina

Persistencia y erosión de los puestos de mando

Después de este largo recorrido, ¿quiénes son al fin los miembros de las élites socioeconómicas de la Argentina? ¿Dónde hay que mirar para ubicar a quienes toman las decisiones referidas a la producción de riqueza en el país? El capital suele aparecer ligado a las grandes organizaciones y a quienes, en ellas, controlan los puestos de mando. La élite del poder, el libro clásico de Wright Mills (de 1956), propuso identificar a las clases dominantes con las posiciones superiores de las principales organizaciones públicas y privadas. Desde entonces, su metodología se replica en numerosos estudios. Ahora bien, ¿hasta qué punto es posible seguir asociando el poder económico con los dueños de las empresas y las empresas a organizaciones piramidales y jerárquicas en cuya cima reina una gran personalidad?

En la polémica suscitada por la obra de Piketty se recordó que, antes que un sujeto individual, el capital es un arreglo institucional, un estatuto jurídico fundado en la formalización de derechos a la propiedad privada. Como indica Hopkin (2014), Karl Polanyi ya había enfatizado que, detrás del cercado de las tierras comunales inglesas en el siglo XVIII (es decir, detrás de la acumulación originaria del capital, explicada por Marx), se erigía toda la autoridad de la Corona británica. Más allá de las personas, es la ley la que establece qué puede poseerse, quiénes pueden hacerlo, qué derechos habilita la posesión y qué ocurre cuando esos derechos se vulneran. La adquisición, el intercambio y la transmisión de la propiedad requieren sistemas jurídicos y aparatos estatales que los respalden.

Con objetivos de inversión ambiciosos, la legislación de las economías modernas alienta a las personas a coordinar sus energías para obtener ganancias. En el plano jurídico se instituye, entonces, una distinción entre personas y organizaciones, y más que estrechar el vínculo entre ambas, se busca limitarlo. En la Argentina, las sociedades anónimas (SA) y las sociedades de responsabilidad limitada (SRL) son las formas societarias predominantes: fijan la responsabilidad de los socios y establecen la relación entre aporte económico y derecho a voto, así como las formas de gobierno y fiscalización. Es sobre esta base que las autoridades y los representantes de la empresa actúan ante la eventualidad de una quiebra, un despido o un desfalco. Además de interesar a la sociología, los derechos y responsabilidades de los poseedores de capital resultan una cuestión mayúscula para los protagonistas.

Como bien señala Andrea Lluch (2017), ya desde finales del siglo XIX, la forma jurídica variaba según la magnitud de la riqueza en juego. En un país donde las empresas más numerosas son pequeñas y medianas, es lógico que predominen las compañías identificadas con personas físicas. Cuando el volumen del capital aumenta, la situación se complica. Según Gerardo Canales (2016: 17), las SRL suelen ser organizaciones más simples, compuestas de hasta cincuenta socios, que se dividen la propiedad en cuotas. Las SA, en cambio, son más complejas, no tienen límite de accionistas y pueden comercializarse en la bolsa. Las grandes empresas suelen no ser personas o en todo caso son, como se dice en la jerga, “personas jurídicas”. Es sobre todo en ellas donde se juega la (im)personalidad del capital.

Aunque pocas veces se lo recuerde, la financierización revolucionó la noción misma de propiedad privada. Al alentar a las compañías a recurrir a la bolsa y abrir su capital, las reformas iniciadas en la década de 1970 restaron importancia a los dueños originales a favor de los accionistas y los ejecutivos que los representan. Quienes conocen la biografía de Steve Jobs saben que, a pesar de haber sido el alma de Apple, en un momento perdió el control de su empresa porque los socios mayoritarios le exigieron dejarla en manos de “profesionales”. El ascenso de gerentes que intentan satisfacer a los accionistas indica, según Davis y Williams (2017: 8), que el modelo de Wright Mills está “exhausto”: las posiciones no solo se modificaron, sino que son ocupadas de manera más fragmentada y provisoria.

La conclusión sería un poco precipitada para la Argentina. En el mundo de las grandes empresas que operan actualmente en el país, coexisten dos formas antitéticas de propiedad: la propiedad abierta tiende a predominar en las compañías extranjeras, y el control centralizado por parte del patriarca sigue vigente en la mayoría de las grandes empresas nacionales. El gerente francés y el bodeguero mendocino que mencionamos ilustran con claridad estos dos modelos. Nicolás comandaba un banco que forma parte del CAC 40 (el índice bursátil parisino), mientras Ernesto había dirigido una empresa familiar hasta venderla a un fondo de inversión. Esta composición dual lleva a cuestionar la pertinencia de interesarse en los directorios como formas de gobierno empresarial. Mientras Nicolás se preocupaba por la evolución global de su compañía y tomaba sus decisiones junto con profesionales de otros departamentos y jurisdicciones de la corporación, Ernesto tenía que convencer a los primos díscolos de las decisiones adoptadas por la bodega. Así, para mirar a las empresas extranjeras, convendría observar la composición accionaria y el organigrama de las casas matrices; para analizar a las locales, resultaría más conveniente examinar los lazos afectivos y profesionales dentro de la familia propietaria.

Entre estas dos formas de propiedad, la Bolsa de Buenos Aires aparece como una arena poco relevante para observar al sector privado en la Argentina. Primero, la mayoría de las grandes empresas que operan en el país son filiales de multinacionales cuya cotización se efectúa en otras plazas. Segundo, las empresas de creación nacional que abrieron su capital prefirieron hacerlo también en otras plazas con mayores volúmenes negociados. Por último, muchas empresas locales evitan someterse a las exigencias de formalización y transparencia requeridas para la cotización bursátil. El carácter familiar de muchas compañías desalentaba, por su parte, a eventuales accionistas por el riesgo de quedar a merced del grupo que controlaba el directorio. Así, mucho más que las acciones, el gran negocio de la Bolsa de Buenos Aires eran los títulos públicos.

Podría derivarse de lo dicho que existe una oposición entre estos dos mundos: los poderes corporativos internacionales y los grupos económicos diversificados de origen local. De algún modo es así. Aun cuando algunas de sus empresas coticen en Bolsa, los grupos económicos nacionales tienen un carácter tentacular y un modo de dirección que tiende a concentrar las decisiones en la persona que ocupa la cima. La importancia de estos patriarcas locales es todavía mayor cuando las fronteras comerciales y financieras están relativamente cerradas. En esos casos, los hombres de negocios consolidados no solo tienden a controlar sus mercados sino que detentan en el plano local recursos extraordinarios. El mercado de capitales doméstico es tan pequeño que son ellos los que pueden incidir en la cotización del dólar, facilitar proyectos de inversión y movilizar contactos o condiciones preferenciales. Ahora bien, cuando los capitales externos están disponibles, el interés internacional puede ser tanto una amenaza como una recompensa. Como sucedió en la segunda mitad de los años noventa, ante una competencia en ciernes, muchos empresarios nacionales prefirieron vender y fueron retribuidos por los activos y por el poder de mercado que habían logrado construir. Aunque perdieron la centralidad que ocupaban dentro de los negocios del país, pocos de ellos se retiraron por completo. Como ilustra el caso de Ernesto (que después de vender la bodega fue consultor de una empresa extranjera), muchos se convirtieron en “baqueanos”, conocedores de su actividad, de los contactos locales, de la información necesaria para dar continuidad al negocio o desarrollar un nuevo emprendimiento.

Claro que, si bien subsisten estos conocedores finos de sus tareas, cuya personalidad es reconocida y valorada por sus pares, lo cierto es que la extranjerización, las formas abiertas de propiedad y la profesionalización de las gerencias trastocaron la composición de las élites socioeconómicas volviéndolas más impersonales y diseminadas. Las empresas extranjeras lideraron los cambios. Mientras en los años sesenta las grandes multinacionales tenían un centro claro en el que se localizaban sus propietarios, su casa matriz y una parte de sus actividades, en la actualidad la radicación de sus accionistas, sus centros de decisión y sus fases de producción están más dispersas.

Los sofisticados análisis de redes en torno a los miembros de los directorios que dirigen las empresas globales (Mizruchi, 2013) ponen de manifiesto el declive de los lazos personales y la importancia de mecanismos más anónimos de coordinación. Con el interrogante de si puede hablarse o no de una clase alta global, Carroll y Fennema (2002) analizaron la repetición de directores entre las principales 176 corporaciones mundiales entre 1976 y 1996. Si bien persistían las redes interpersonales en las economías nacionales, apenas se habían incrementado a nivel internacional. Estudios posteriores confirmaron que la dispersión le ganaba a la densidad en el manejo de los grandes negocios. También Andrea Lluch y Erica Salvaj (2014) llegan a esa conclusión para la Argentina, tras las reformas de mercado. Marcos Novaro (2019: 416) comparte esta apreciación.

Aunque las nuevas formas de propiedad habilitan mayores ascensos y recompensas para los altos ejecutivos, esto no significa un mero desplazamiento del poder de decisión del dueño a los CEO. Uno de los gerentes que entrevistamos había trabajado para la productora de bebidas alcohólicas más grande del mundo. Se quejaba de que cada decisión era “una tortura” porque los gerentes generales de áreas diversas estaban disgregados en el globo y ni siquiera hablaban la misma lengua. En estas compañías globales, el desafío no era solo coordinar eslabones dispersos, sino también controlarlos. Conversamos con un consultor extranjero residente en Buenos Aires cuya principal tarea era hacer espionaje para las casas matrices. Su trabajo consistía en replicar los presupuestos, estar atento a los rumores, evaluar las alternativas desechadas por las dirigencias locales. La dispersión de la información y la autoridad también se observa en las empresas más grandes. Cuando en 2021 indagamos el impacto de la pandemia del covid-19 y la asistencia pública a las empresas, era evidente que el gerente de Recursos Humanos concentraba los datos sobre la plantilla de trabajadores; el de Finanzas, su situación crediticia y financiera, el de Ventas, el monitoreo de la facturación.

Al poder de estos hombres de negocios ligados de manera más flexible a las grandes empresas privadas han de agregarse las peculiaridades de los capitales financieros. Los discursos críticos alimentan la sospecha de que detrás de estos flujos está el círculo acotado de ricos o las potencias. No es cierto. Los capitales financieros aúnan recursos de distintos afluentes. Aunque muchos se nutran de las inversiones de magnates y, cuando son institucionales, del fondo aportado por grandes países, las principales fuentes son los fondos de jubilación, pensión y seguro y la comercialización de instrumentos de securitización que combinan inversiones de mayor y menor riesgo. Las personalidades son importantes en los organismos internacionales de crédito como el FMI, cuyas decisiones impactan en el flujo de capitales. No obstante, como apunta Pablo Nemiña (2018), estas autoridades intentan guiar a los accionistas y solo en ocasiones excepcionales (en general, cuando la desconfianza se generaliza) comprometen fondos propios.

Es por esa razón que las figuras del bróker o “los lobos de Wall Street” se han hecho tan conocidas. Además de quienes poseen el capital, resultan hoy determinantes quienes administran grandes recursos. Inspirados en un modelo de mercado puro que se traduce en las regulaciones que los orientan y las plataformas informáticas que utilizan, los colocadores de fondos globales se asientan en un entramado impersonal hecho de cálculos y algoritmos. Es cierto que algunas grandes figuras (como Elon Musk, en el caso de las criptomonedas, o Warren Buffet, en las inversiones financieras) gozan de una reputación que arrastra voluntades. Algo de esto sucede en la Argentina con algunos hombres de negocios que organizan grupos de inversión. No obstante, los números y los personajes mencionados apenas conducen compromisos volátiles, sin un centro claro de poder que los controle.

Dada la importancia crucial de las finanzas globales, incluso para las empresas no financieras, oponer financistas a empresarios sería un error. Sin duda, las élites socioeconómicas tienen pasiones que las guían, y las habilidades de un comerciante no son las mismas que las de un industrial o un agente financiero. No obstante, a la hora de hacer negocios, el costo del dinero y sus posibles retornos forman parte del cálculo que todos contemplan. Martín Abeles, Facundo Grimberg y Sebastián Valdecantos (2018) relativizan la distinción entre inversión extranjera directa (aquella que suponía cierto hundimiento de los recursos por la adquisición de capital físico) y flujos financieros especulativos. En su análisis sobre treinta empresas transnacionales que operan en América Latina, concluyen que casi la mitad de los ingresos de estas inversiones había tenido una motivación especulativa.

A esta confusión entre ganancias productivas y financieras, se suman los contornos opacos de las unidades organizacionales más grandes. Mientras la noción de empresa designaba en el pasado el espacio y el tiempo comunes en que se desarrollaban las actividades productivas bajo una conducción clara, la conformación de cadenas globales de valor, la subcontratación de servicios en lugar de mano de obra, la segmentación y separación de las tareas, el trabajo a distancia hicieron estallar esta unidad. Cuando empezamos con Lorena Poblete el trabajo sobre la producción de vino en Mendoza, contábamos con los trabajos de Azpiazu y Basualdo (2001 y 2003), que habían distinguido tipos de bodegas por tamaño y origen de capital. A poco de andar nos dimos cuenta de que la diversidad de formas de propiedad que encontrábamos no se agotaba en estas dos variables. Algunas bodegas eran un activo más en las inversiones de fondos extranjeros diversificados; otra, uno de los tantos hobbies de un multimillonario europeo jubilado; otra, el emprendimiento de dos franceses en el cual uno gestionaba el negocio y el otro recibía participación en las ganancias. Había, sí, dueños en el sentido tradicional del término; de ellos, unos pocos eran herederos de familias de apellido y empresas centenarias. Constituían una minoría. La categoría “bodeguero” no solo encubría una diversidad notable, sino que la configuración de los participantes del negocio podía cambiar con rapidez. Las empresas familiares de ayer eran hoy propiedad de fondos de pensión, las bodegas boutiques se convertirían en etiquetas de una compañía más grande mañana.

Este vértigo en las cúpulas conllevaba el desencuentro entre los dos extremos de la organización. Los dueños o gerentes de empresas más grandes no sabían cuántas personas trabajaban para ellos, así como los cosechadores y empleados de la bodega desconocían el nombre de su empleador. Si no se puede contar siquiera con que sepan que existen, ¿cómo pueden los accionistas afirmar su autoridad? La cuestión es que no necesitan hacerlo. Hay controles biométricos para medir la puntualidad o cálculos digitalizados para la productividad. Si es necesario, los responsables de recursos humanos festejan cumpleaños, organizan retiros, premian a los trabajadores más abnegados.

La obsesión por los ricos y sus cualidades humanas encubre la heterogeneidad de los hombres de negocios, la rotación e impersonalidad de quienes participan de las actividades más concentradas, y quita importancia a los mecanismos de agregación y coordinación. Es imposible conocer el carácter de alguien en un par de encuentros. En todo caso, en las conversaciones que sostuve, parecía haber empresarios entusiastas, como Julio, y ejecutivos indolentes, como Nicolás; algunos preocupados por sus trabajadores, como Carolina, y otros indiferentes por su suerte, como Daniel; los había más paternalistas, como Ernesto, o más liberales, como Juan Manuel. Todos habrían coincidido con la afirmación de uno de los grandes empresarios que entrevisté: “Si no hay rentabilidad, no hay empresa –decía–. Un poco el planteo nuestro es ese: la rentabilidad es a la empresa lo que la respiración es a las personas. Si uno no respira, se muere”.

En suma, no hay una composición genética específica dentro del empresariado argentino: las prácticas de los inversores y ejecutivos extranjeros que hacen negocios en el país no presentan conductas muy diferentes. Más que pensar en un pequeño círculo de personalidades excepcionales, parecería necesario expandirlo y considerar las reglas que lo gobiernan. Al hacerlo concluimos, con Davis y Williams, que el podio del poder económico actual está compuesto menos por capitanes de empresa que por una diversidad de actores, en estado activo o latente, muchos de ellos “expertos intermediarios, de la tecnología a las finanzas, que no trepan por una única escalera organizacional sino que se mueven entre oportunidades y crisis».

¿El 99% contra el 1%?
Por qué la obsesión por los ricos no sirve para combatir la desigualdad
Publicada por: Siglo Veintiuno
Fecha de publicación: 09/01/2022
Edición: primera edición
ISBN: 978-987-801-186-8
Disponible en: Libro de bolsillo
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