sábado 20 de abril de 2024
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El mejor trabajo del mundo

Adelanto del libro «El mejor trabajo del mundo», de Carolina Reymúndez. En este fragmento, los suplementos de turismo, cómo ve la gente al cronista de viajes, cómo son los press trips y los siete tipos de periodista turístico.

En los noventa aparecieron, en Argentina y otros países de la región, los primeros suplementos de turismo, pero al principio no había viajes y en general, nadie visitaba el lugar del que hablaba. Las notas se escribían con una enciclopedia al lado, eran resúmenes de lo leído con una lista de adjetivos XL. Los suplementos goteaban bellos, maravillosos, hermosos, increíbles, espectaculares, fascinantes, paradisíacos.

En aquellos años, cuando empecé a escribir de viajes, hubo paraísos en el monte y en la cordillera; en la playa y en las ciudades y en el desierto. A medida que pasaba el tiempo, en los suplementos de turismo descubríamos más y más paraísos. Hasta hoy, más de veinte años después, en los suplementos de viajes todavía encontramos “paraísos desconocidos” y damos los “datos útiles” para llegar de la manera más efectiva y barata.

Sin importarme demasiado la fama de la sección, tenía claro que quería trabajar en ese lugar y en ningún otro. Para seguir viajando y escribiendo. Para contar lo que veía en otras partes y hablar con gente que me cruzaba en el camino. Registrar rasgos, costumbres, paisajes y volver para contárselos a futuros viajeros. Pero sobre todo, me gusta contar para los que nunca van a ir. Viajeros de sillón los llaman.

Al ingresar en el diario cambió la forma de moverme por el mundo. Ya no viajaría a dedo, en ómnibus y camión por las peores rutas. Ya no iría a Palace y Royal marchitos. Ya no comería en la calle. Ya no con mi presupuesto. Ya no en baños con inodoros en penitencia. Ni con mis tiempos. Ya no viajaría sola ni con quien quisiera. Ya no sería libre. Pero tendría el mejor trabajo del mundo.

Viajar por cuenta de otros y volver para contarlo. Suena bien. Es una fantasía de muchos.

–¿Cómo no me dediqué a lo tuyo?

–¡Vos sí que le encontraste la vuelta a la vida!

–Qué envidia, pero no de la buena ¿eh?

–Lo único que falta es que ahora digas que te querés ir de vacaciones, sos una caradura che.

–¿Adónde te vas? ¿Qué? ¿San Andrés? No tenés de qué quejarte.

–A vos la vida te sonríe.

–¿Y a eso llamás trabajar? ¡Andá!

–¿No necesitás a alguien que te lleve la valija?

Eso dicen los que pueden expresarse. Otros se quedan mudos y me miran como si miraran a la reina de las vacaciones. No sospechan agendas de tiempos imposibles ni que en un viaje de diez días es probable que duerma en nueve hoteles distintos. No los culpo, deber ser complicado entender que alguien va a trabajar a Jamaica.

Cuando se acerca la temporada de verano, el teléfono de mi casa suena como en una agencia de viajes. Son los amigos, y los amigos de los amigos y los parientes y los amigos de los parientes. Llaman para ver adónde se pueden ir de viaje o cómo encararlo o cuánto les puede costar.

–Nena, me quiero ir a una playa con mar caliente, palmeras y buenos tragos para ponerme medio en pedo y no hacer nada en todo el día, ¿te parece mejor Brasil o el Caribe? (Tío al que veo una vez año)

–Mis suegros se van a África y me acordé de tu viaje y les pasé tu número así los orientás. Seguro que te llaman la semana que viene. (Hijo de una amiga de mi madre; lo vi por última vez hace doce años)

–Si tuvieras que elegir, ¿norte o sur de Perú? (Amiga de amiga)

–Quiero llevar a mi chica a conocer Río de Janeiro, ¿se te ocurre un lugar donde parar que me cueste casi nada? (Amigo periodista)

–Estoy planeando hacer la Burgenstraße, la Ruta de los Castillos que empieza en Alemania y termina en Praga. Son 1200 km y la idea es pedalearlo pero no encuentro información, ¿Me ayudás?”.  (Mensaje recibido en Facebook de una locutora con la que compartí algunos asados cinco años atrás)

Durante los diez años que trabajé en un diario, el viaje continuó a través de viajes de prensa o press trips. Entre nosotros, algo bastante parecido a una salida de egresados. La oficina de turismo de un país o una cadena de hoteles o una aerolínea invita a un medio a recorrer una región o una ciudad, y así “descubrir” las “novedades” y “tendencias”. A la vuelta se publica un artículo en el suplemento o revista. Ese texto y esas fotos tienen más llegada a los lectores que un anuncio publicitario.

En general, los viajes de prensa son cortos y manejan agendas apretadas, cerradas. Uno va de un lado a otro, siempre medio dormido porque el día arranca temprano y termina tarde. No se contemplan el jet lag ni el tiempo libre. En cambio, se tienen en cuenta los cambios de ropa. Siempre hay “cenas de bienvenida” o “almuerzos de despedida”. Para los periodistas, el tiempo libre en un viaje de prensa es la felicidad. Para los organizadores, el tiempo libre en un viaje es el enemigo. Una enfermedad contagiosa que es necesario mantener alejada.

Un viaje de prensa estándar podría incluir: una entrevista con un secretario de turismo que el 90 por ciento de las veces es un funcionario que no aportará nada a la nota, un almuerzo larguísimo con encargados de relaciones públicas de hoteles que dan el alojamiento para el viaje, media hora en un museo que requiere por lo menos seis, quince minutos en el centro, una charla breve con un artesano del lugar.

También podría incluir: un romance –una colega conoció a su marido en uno y yo conocí a mi pareja de muchos años en otro–, una pelea –de periodistas con guías, de periodistas con periodistas, de periodistas con fotógrafos– y, con mejor suerte, amigos nuevos. Y risas. Siempre me acuerdo de esa agente de viajes cordobesa. Morocha, divertida, de mirada punzante como taladro. Caminaba sensual alrededor de la piscina de un resort en Aruba y cuando se cruzaba con un gringo lo miraba fijo y le decía medio cantando como hablan los cordobeses: Matame, negro, matame, pero primero probame. La primera vez el gringo se asustó, la segunda sonrió y la tercera la probó.

Los organizadores de un viaje de prensa intentan controlar cómo se distribuyen las habitaciones, donde comemos, qué paseos hacemos, con qué “locales” hablamos. Pero más que nada tratan de controlar el tiempo, de hacerlo rendir. El tiempo y nosotros terminamos rendidos.

Mientras ciudades que no conocía pasaban rápido por la ventanilla, en los viajes de prensa me contaban que tal periodista se había convertido en editor, que la del archivo se separó, que murió Gilberto S., el armador que comía bizcochitos de grasa todas las tardes y que Gómez, ¿cómo no te vas a acordar de Gómez? se adhirió al retiro voluntario y con la guita puso un bar.

No es fácil tomarle el pulso a un lugar en un viaje donde la mayoría del tiempo transcurre entre colegas. Una editora amiga volvió hace poco de un viaje de prensa a Hong Kong. Me contó de la noche que cenaba en un restaurante con el grupo de periodistas argentinos con el que había viajado. Tenía su plato en la mano y analizaba el exuberante paisaje gastronómico que ofrecía el buffet, emocionada ante los matices, reflejos y tramas; pensando si se serviría pato pekinés, cangrejos de río con salsa hoisin, aleta de tiburón o huevo de pato. Estaba tan absorta y conectada con la experiencia que no reparó en la cercanía de uno de los periodistas, que le susurró al oído:

–Decime si no te comerías un choripán.

Uno puede terminar la noche de un viaje de prensa cansado, acompañado, borracho, drogado, al borde de las lágrimas, hablando por Skype con sus seres queridos.

Durante mucho tiempo me resultó extraño dormir sola en habitaciones grandes como toda mi casa o comer delicias con colegas que apenas conocía. Esto es para disfrutarlo en pareja o con amigos, pensaba. Una mañana bien temprano entró a la habitación cierta luz de invierno que iluminó apenas las sábanas desordenadas. Tuve ganas de escribir una poesía. Pero saqué una foto. Desde esa mañana registro las camas donde duermo cuando estoy de viaje. Hace algunos días hice un repaso: dormí en camas gigantes donde, como escribió Groucho Marx en su libro Camas, “cabrían muchos enanos”, y en otras angostas y duras, para un seminarista castigado. En colchones hundidos como el Titanic, en sábanas de siete mil hilos de algodón egipcio y en bolsas de dormir modelo sarcófago. Dormí en habitaciones pintadas de rosa y con biblia en la mesa de luz y en otras que se parecían tanto a una oficina que uno sentía que había que llegar y ponerse a trabajar. Dormí con mantas étnicas y quillangos de pelo de guanaco. En cuartos con afiches gastados de palmeras de Miami y en otros con obras de arte que se podían comprar y en otros que sin ser una cárcel tenían rejas en lugar de ventanas. En camas aristocráticas y en cuchetas y en camas de motel y en camas de hospital y en un colchón de paja que hasta el día de hoy creo que estaba infectado de vinchucas. Como otros conocen de árboles, discos, vinos, yo profundizo en habitaciones donde nunca hago la cama.

Una noche en un viaje de prensa también puede terminar con una sensación de dicha por haber llegado a la cima del cerro León, que no es tan alto –1.470 metros– pero tiene una gran vista del Lago Belgrano y de la Patagonia áspera; porque al sentarse frente al Glaciar Perito Moreno se cayeron tres bloques de hielo grandes como camiones con acoplado; por correr en campos de lavanda en La Provence, por el concierto de música barroca en la iglesia de Concepción, en Bolivia, por caminar en las dunas de los Lençóis maranhenses, que algo me recordaron el Sahara profundo que habrá conocido Bowles. Porque más allá de su forma, los viajes de prensa incorporaron activamente la naturaleza a mi vida. Y el relato coral: la voz de gente desconocida, con la que una tarde comparto anécdotas y secretos y pasada esa tarde nunca volveré a ver. Y un entrenamiento en encuentros y despedidas. A veces de verdad me creo que tengo el mejor trabajo del mundo.

Hace un par de años me invitaron a Colombia para dar una charla sobre el periodismo de viajes. Terminé la exposición con una clasificación casera de los especímenes que vi durante varios años de viajes de prensa. Posiblemente todos seamos una cruza imperfecta de éstos y otros modelos.

El optimista. Es altamente probable que descubra un paraíso. Cualquier lugar es maravilloso. Las playas son hermosas, los pueblos acogedores, la comida, deliciosa, y la gente, amabilísima. Se pone adornos y accesorios superpuestos y a sus textos los satura de adjetivos.

El conquistador. Usa los viajes de prensa como ámbitos de conquista. Cuando baja a desayunar o cuando vuelve cambiado para cenar huele a perfume. Va muy bien vestido, suele ser casado o casada.

El vago. Mira el paisaje que tiene alrededor, pero no da un paso. Quizás porque cree que nada lo conmovería o por miedoso. Sale lo menos posible del cuarto de hotel. Su viaje es con la tele encendida.

Speedy González. Mientras los demás toman nota, él está pensando en ofrecerle al dueño de hotel sus servicios de prensa y comunicación. Cuando termine el viaje, seguramente tendrá uno o dos clientes nuevos en su empresa paralela.

El poeta. Exceso de rimas en su prosa adjetivada. Fanático de los atardeceres rosados, de la estela infinita que deja la nave sobre el azul del océano y de los pueblos pintorescos donde la cita obligada es perderse en las callejuelas.

El héroe. Se presenta como el protagonista que debe sortear obstáculos. El león está enjaulado con siete candados, pero él siente que la jaula está abierta. Abusa de la primera persona.

El forastero. Viene de otra sección del diario y no está acostumbrado a viajar gratis. Le dieron el viaje como premio porque cubrió un gran caso judicial. Es el primero en emborracharse y no usa libreta de apuntes. A la vuelta entregará una crónica similar a lo que dicen los folletos de viajes. No entiende que haya periodistas que viajen  para escribir sobre viajes.

Mr. Pequeñito. Él no visita pueblos, sino pueblitos. Anda por callecitas y se toma un cafecito al final del paseíto. Uno podría pensar que no vive en este mundo, sino en un mundito.

Carolina Reymúndez dicta el curso de Periodismo Turístico en Periodismo.net

mejor trabajo mundo

El mejor trabajo del mundo
Si viajar es perder países, como dijo Fernando Pessoa, entonces la autora de este libro ha perdido medio mundo. Todos los continentes, todos los climas, todas las latitudes y longitudes han sido testigos del paso de Carolina Reymúndez, posiblemente, la cronista de viajes con más kilómetros y travesías en el idioma español. Si para muchos viajar es un gran sueño, una postal a la que se va durante las vacaciones, para Reymúndez viajar es su trabajo. Lleva casi veinte años en eso, publicando en los mejores medios viajes de América Latina, tragando aeropuertos y hoteles, llenando libretas y memorias fotográficas. Todo eso, mientras se ha ido acostumbrando a que le digan que tiene “el mejor trabajo del mundo”. Pero no todo es tan fácil, y los costos de una vida de nómade a sueldo pueden ser parecidos al de alguien que nunca se movió de su barrio.</p> <p>La intensa búsqueda de un cassette con una entrevista realizada hace casi veinte años al escritor Paul Bowles es el punto de partida para el sustancioso viaje interior de esta cronista que recorre el mundo por trabajo. De Marruecos a Lima y de Suiza a la cordillera riojana, en el libro pasan geografías, paisajes y apuntes de viaje.</p> <p>Están los que viajan para escapar, o para buscar, o para desconectarse. En El mejor trabajo del mundo, uno descubre que viajar también puede ser un gen, una sentencia, una condena, una vocación. Dan ganas de seguir su huella o acompañarla o encontrarla en algún destino para agradecerle el valor que tiene un viaje. Después de leer este libro dan ganas de ir a todos los lugares que Reymúndez describe y, de paso, quedamos enfrentados de manera brutal a nuestra propia relación con los viajes.
Publicada por: Südpol
Fecha de publicación: 01/03/2014
Edición: Primera edición
ISBN: 9789872973186
Disponible en: Libro de bolsillo
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